Entre las convicciones de Margaret Thatcher que tuvieron más influencia en sus políticas y en las de sus seguidores destaca como una insolente provocación –a las que era muy dada– la aseveración que repetía con frecuencia de que la sociedad no existe, sólo individuos y familias. Que no le hablaran de clase social, ni de desigualdad social, derechos colectivos o sindicatos, pues para Thatcher todo eso no era más que retórica de izquierda y manipulación.
Sus argumentos no eran de ninguna manera novedosos, sino que se referían al viejo debate del siglo XIX entre el liberalismo económico y el socialismo democrático; pero la crisis del Estado benefactor de los setentas los reanimó, y para resolverla los conservadores recurrieron a las políticas neoliberales que identificamos con la líder británica y con el presidente Ronald Reagan.
Olvidemos que así descartaban a Emile Durkheim y a la sociología, y la riqueza del análisis, por ejemplo, de las causas sociales del suicidio, el acto individual por excelencia. Las implicaciones de esta posición ultraliberal son muchas y muy significativas. Por ejemplo, que en el origen de problemas como la pobreza, la desigualdad, el desempleo no hay que buscar causas sociales, que para los thatcherianos no existen, sino motivaciones individuales. Mientras un individuo no tenga la voluntad de trabajar, no encontrará empleo; el pobre es pobre porque no trabaja lo suficiente o porque no organiza bien su gasto; y como cada individuo es único, su posición en la escala social se explica por sus características personales. Nada más. La premisa de que la sociedad no existe también justifica la reducción del intervencionismo estatal a su mínima expresión, pues si el origen de un problema es el individuo la solución también es de orden individual.
Esta postura maximalista entre nosotros no ha tenido mucho éxito. Un gobierno hubo, el de Ernesto Zedillo, que creyó que debíamos dejar todo en manos del libre mercado; no obstante, y para no mencionar la acendrada tradición estatista que nos distingue, po-dríamos hablar sólo de que se topó con obstáculos tan grandes como la inmensa realidad de la pobreza, que lo obligó a mantener programas de asistencia que escapan a las fuerzas del mercado. Es cierto que los programas del Banco Mundial de combate a la pobreza, que han aplicado los gobiernos mexicanos desde los años ochenta, están más individualizados que otros programas similares del pasado, pero siguen siendo recursos públicos destinados a apoyar a los grupos más desfavorecidos.
El gobierno de Vicente Fox intentó seguir los pasos de su antecesor, pero la terca realidad se le impuso, como se le impone al gobierno actual, y se han mantenido los programas sociales. Esta continuidad es un reconocimiento implícito de que el mercado no puede resolver los problemas de los individuos y de las familias, de que la sociedad es demasiado grande y compleja como para que el individuo la enfrente solo, y de que el Estado es responsable del bienestar social.
En vista de lo anterior, y dado que a estas alturas del partido las políticas thatcherianas han caído en el descrédito, resulta sorprendente encontrar a un de-sorientado que hoy, en 2011, es capaz de afirmar sin tartamudeos que “la obesidad es una decisión individual y la función del Estado no debe ser combatirla, sino reducir los costos que genera…” Así lo declaró Jaime Zabludovsky, presidente ejecutivo del Consejo Mexicano de la Industria de Productos de Consumo (Reforma, 13/8/11). O sea, que la obesidad en México no es un problema de salud pública –si es que para este antiguo funcionario existe algo así–, tal como lo señala la Organización Mundial de la Salud, que coloca a México como el segundo país del mundo en porcentaje de obesos; sino que el sobrepeso es una opción estética que ha sido elegida por un amplio porcentaje de la población para el que la gordura es hermosura.
Así, Zabludovsky sugiere que no busquemos el origen del problema del sobrepeso de millones de mexicanos en condiciones de insalubridad que propician el consumo de refrescos embotellados, o en la pobreza y la ignorancia que favorecen la mala costumbre de alimentar a los niños con gansitos, en lugar de darles fruta o verdura. En realidad, a los gordos no les importan las consecuencias del sobrepeso sobre su salud, simplemente han decidido ser obesos, y no hay razón para que el Estado violente su decisión.
Este mismo razonamiento se puede extender a quienes deciden ahogarse en alcohol, morirse de cáncer cérvico-uterino o de sida. Cualquier ejemplo es bueno para darle la vuelta al fisco y defender los intereses particulares de la industria del consumo.
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