El 2011 ha sido un año catastrófico para el campo mexicano. Heladas, inundaciones y sequías han azotado sembradíos y hatos ganaderos. En febrero, el frío daño los cultivos de maíz en Sinaloa, principal productor del grano. En junio, se retrasaron las lluvias y la siembra. Le siguieron heladas en pleno verano en Veracruz y Puebla. El año terminó con la peor sequía en siete décadas en más de la mitad del país.
Los efectos del errático clima en la producción agropecuaria nacional han sido muy dañinos. La cosecha de maíz se derrumbó. Se esperaba una producción de 23 millones de toneladas. Con suerte se obtendrán 19 y medio millones. No será fácil obtener los faltantes en el mercado internacional y el costo de adquirirlos será muy elevado. Estados Unidos disminuyó su producción, los precios internacionales se incrementaron y la ola especulativa con los alimentos no se detiene en todo el mundo.
El resultado de esta situación es, lisa y llanamente, desastroso. A pesar de las exportaciones de cerveza y tequila, la balanza agropecuaria del país tenía, hasta octubre de 2011, un déficit de más de 2 mil 209 millones de dólares. Sólo por concepto de importaciones de maíz se erogaron 2 mil 355 millones de dólares, casi 50 por ciento más que el año pasado.
Existe el peligro real de que varias regiones padezcan hambrunas severas. La situación en que viven los productores es bastante mala y se va a poner peor. Van a sufrir los impactos de la pérdida de sus cosechas o la baja de rendimientos sin contar con seguro agrícola para reparar sus pérdidas.
Que se haya producido un desastre climatológico no es responsabilidad de los funcionarios gubernamentales, pero sí lo es que no cuente con políticas para enfrentarlo. Es el caso de las sequías. En ello no hay novedad. Una parte significativa de nuestros cultivos se siembra en tierras que no tienen vocación para ello. Vivimos en el semidesierto, pero no existen políticas agrícolas para enfrentar esta situación. No hay ni propuestas de reconversión racionales ni una acción sostenida para aumentar la superficie de riego ni recursos compensatorios suficientes para hacer frente a las adversidades.
Precisamente por los factores climáticos, la agricultura es una actividad distinta a otras que requiere, para garantizar estabilidad y certidumbre, medidas estatales de protección y compensación. Sin embargo, en lugar de contar con ellas, los gobiernos neoliberales se han dedicado a desmantelar irracionalmente las protecciones y compensaciones que existían.
El país y sus productores rurales pagan ahora los efectos de una política que ha sacrificado a la agricultura, a los campesinos y a la soberanía alimentaria, a cambio de mantener las variables macroeconómicas sanas y de impulsar un modelo de desarrollo basado en supuestas ventajas comparativas. Ciertamente, las sequías son culpa de la naturaleza, pero los efectos de éstas en los productores y la carencia de colchones productivos para atenuar sus efectos son resultado de una política deliberada de desmantelamiento y distorsión de la presencia del Estado en el sector.
Además de padecer los efectos de heladas, inundaciones y sequías, el país pagará precios agrícolas altos en el mercado internacional. El índice internacional de precios de los alimentos ha alcanzado máximos históricos. Según la FAO (Agencia de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), en 2010 el precio de la comida se incrementó 39 por ciento; el de los cereales, 71 por ciento. Pero el gobierno mexicano se niega a establecer inventarios y a proteger la producción nacional de alimentos.
Por el contrario, en su afán de someter el agro a una economía orientada únicamente por las señales del mercado, los tecnócratas abrieron las fronteras olvidando que los mercados internacionales no son mecanismos autorregulados determinados por abstractas leyes de la oferta y la demanda, sino instituciones activamente construidas por las acciones internacionales de los grandes estados y de los grandes capitales agroindustriales.
Las políticas instrumentadas durante las pasadas administraciones para atender al sector han desmantelado las instituciones y políticas que buscaban dar certidumbre al productor, y las han sustituido por una apertura comercial salvaje, así como por una serie de relaciones clientelares en las que se condiciona la entrega de recursos al apoyo político.
Alrededor de las catástrofes naturales en el campo se ha desarrollado una próspera industria: la del siniestro. Funcionarios federales, gobernadores y líderes campesinos hacen de la tragedia una oportunidad para hacerse de clientelas políticas o para reforzar la lealtad de las que ya tienen. A los tradicionales padrones de beneficiarios de políticas sociales, que tan útiles son para las campañas electorales, se suman ahora nuevos padrones de damnificados. Para obtener alguna indemnización los campesinos afectados o sus familias deben ponerse al tiro con los funcionarios que gestionan esos recursos.
Hace casi cuatro décadas que el campo mexicano es zona de abandono y desastre. Aunque en la actualidad se quiera culpar a la sequía de nuestros problemas productivos, lo cierto es precisamente lo inverso: ésta no ha hecho sino evidenciar las enormes deficiencias de nuestra política agropecuaria.
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