No se requiere demasiada ciencia para identificar al problema del campo como una de las de mayor peso entre las causas de la debacle que padecemos. Es también el sector más afectado por la imposición del libre mercado neoliberal y, al mismo tiempo, la expresión más clara del fracaso del modelo y su recetario. Donde sí hace falta afinar el lápiz es en la identificación de las causas de la crisis del campo mexicano, que no sólo son resultado de la apertura comercial sino que, ya desde antes registró serios deterioros que, incluso, dieron pábulo y pretexto para la referida apertura. Mal haríamos si pensáramos que sería suficiente con la simple, aunque no sencilla, renegociación del TLC en el ramo agroalimentario, para conjurar la crisis y recuperar la soberanía. Hace falta corregir defectos de concepción y de política económica que hicieron que, a partir de mediados de los años sesenta del siglo pasado, la dinámica de la actividad rural decayera, al igual que su capacidad como generadora del bienestar social rural. En el ámbito de lo conceptual, un tremendo defecto consistió en la asignación al campo del papel subsidiario del proyecto industrializador. En la medida en que éste requirió de mano de obra barata y, para ello, de bajos costos de los alimentos y las materias primas, se mantuvieron artificialmente bajos los precios de los productos del campo, aún incluyendo los subsidios que se le fueron otorgando con la finalidad de recuperar el equilibrio perdido. El desarrollo industrial, sustentado en una indiscriminada sustitución de importaciones, fue insuficiente para absorber los excedentes de mano de obra expulsados del campo, además de haberse visto afectado por una seria condición de ineficiencia relativa. En tal virtud, sobre el campo gravitó un exceso de población que devino en minifundismo y en baja eficiencia productiva. A lo anterior habrá que agregar que, en la práctica, el campo fue escenario de la más despiadada corrupción de la burocracia destinada a su fomento, formando una pesada lápida canceladora de la iniciativa histórica del campesino mexicano.
Mientras fue vigente la Revolución Mexicana, se crearon verdaderas instituciones de apoyo, comenzando por la reforma agraria que –pese a los graves errores cometidos- cumplió con el objetivo de hacer justicia y de aumentar significativamente la producción de alimentos, así como de detonar un crecimiento súbito de la demanda interna, elemento precursor del que fue llamado “milagro mexicano”. El crédito y el seguro agrícolas; la intervención estatal reguladora del mercado de los granos básicos; el extensionismo y la asistencia técnica; la producción masiva de semillas y fertilizantes de bajo precio, así como de maquinaria, significaron un entramado de apoyo que hubiera garantizado el desempeño exitoso de la economía campesina, hasta que se vio afectado por la maldita corrupción.
Carentes de imaginación y de emoción patriótica, los tecnócratas “made in USA” que nos han gobernado adoptaron el camino fácil de intentar resolver las deficiencias del campo y de la industria mediante la apertura a la competencia del exterior y la eliminación por decreto de la historia y de la realidad; pretendieron borrar la reforma agraria reconvirtiendo a la tierra en simple mercancía; cancelaron todas las instituciones de apoyo al campo y las reemplazaron por una especie de oficina promotora de agro-negocios que, además, incide de manera criminal en la depredación de la naturaleza y de la cultura campesina que la protege. Para amortiguar los efectos arrasadores de tales medidas aplicaron los llamados subsidios focalizados de combate a la pobreza, con lo que agregaron un factor adicional de desaliento al trabajo y la producción.
El proyecto alternativo propuesto por el movimiento que encabeza López Obrador, que aspira a construir un México justo y vigoroso, implica la recuperación del campo mediante los instrumentos idóneos a nuestra realidad, que privilegien la iniciativa histórica de los campesinos mexicanos (de la cual son ahora beneficiarios los granjeros gringos) para generar el aumento a la producción, la productividad y el bienestar social rurales. El proyecto contempla el fortalecimiento del papel rector del estado en la promoción y regulación de los mercados agroalimentarios, que es un deber constitucional, en términos de hacer llegar el crédito, la tecnología y los apoyos, ligados con la certeza de precios y comercialización suficientes. Se propone la recuperación de la dignidad de la vida rural, de manera que el campo no sea más la cárcel para las aspiraciones de los jóvenes.
El presupuesto que hoy se destina al campo sería suficiente para lograr la recuperación anhelada, sólo hay que blindarlo contra el clientelismo político electorero y de la corrupción asociada. Diferenciar lo que es la garantía de acceso de la población a las condiciones mínimas de bienestar, propios del ingrediente social del proyecto, de lo que son los instrumentos y los recursos del fomento a la producción, será un factor determinante de la recuperación.
Sin maíz no hay país.
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