La cruda realidad, valga la frase hecha, es que los jóvenes son las víctimas irremplazables de la violencia. Sea que tengan un arma homicida entre las manos o sean el blanco fijo de las matanzas, para ellos, al menos en Ciudad Juárez y en otros muchos puntos del país, no hay futuro: se acabó. La vida expira sin ruido bajo el miedo. A los sicarios se les recluta en los laberintos de la miseria urbana porque es ahí donde se cocina la no esperanza, esa especie de resistencia primaria a un orden al que nada le piden porque saben que ellos no entran en sus planes. Lejano, indiferente, hostil, el mundo en el que han crecido no tiene puertas de salida. En sus barrios vegetan sin educación ni empleo, sin vida familiar o comunitaria propiamente dicha, los potenciales pandilleros que el narco usará, pero no ha creado. La criminalidad organizada aprovecha el destino sociológico de los jóvenes, los efectos niveladores del fatalismo para ensalzar la idea de que la vida sólo vale vivirla si se reconoce como una fuga hacia la muerte, donde la violencia, el poder o la identidad son nombres del placer que es siempre instantáneo, apenas igual a una ráfaga de viento en el desierto.
Jóvenes son también los asesinados en brutales matanzas que nos avergüenzan como país que se dice civilizado. La tragedia de Villas de Salvárcar y las recientes masacres –juvenicidios comienzan a llamarlas– dan cuenta de la naturaleza de esta guerra singular que nadie, salvo de la república, cree que se está ganando. De un error a otro, el tiempo pasa, las cifras –y la crueldad– crecen y, aunque ahora se ensaya con la incorporación de algunos programas de apoyo social, la verdad es que la decepción cunde, incluso allí donde la sociedad civil ha probado sus fortalezas, como ocurre en la frontera norte. El caso es que la gente no ve resultados y sí, en cambio, se siente más y más amenazada que nunca y eso no se inventa.
La inseguridad cala en la sociedad entera. La mecánica del terror pretende maniatar a los medios y atemorizar a la ciudadanía sin distinciones. Sólo en octubre se registraron 352 homicidios en Ciudad Juárez, la cifra más alta del año. En esas circunstancias, el rechazo a la presencia del Ejército y la Policía Federal deviene un grito desesperado ante una situación que ya es insoportable. De ahí la extraordinaria significación de actitudes como las asumidas por El Diario de Juárez, las protestas de los estudiantes y profesores por la militarización del estado. Es importante recordarlo porque es allí donde comienza a perfilarse la verdadera defensa de la comunidad que hoy por hoy está sujeta al doble fuego de la criminalidad y las fuerzas del orden. Falta poner en pie el germen de verdadera legalidad, la gran ausente.
Volviendo al caso último, es una aberración que los agentes federales usaran las armas contra la llamada Kaminata contra la Violencia en Juárez, convocada y llevada a cabo por jóvenes que se dirigían hacia la universidad para participar en el Foro contra la violencia y la militarización: por una cultura diferente cuando fueron atacados por un convoy de federales, que de acuerdo con el testimonio de quienes participaron, sólo porque –óigase bien el pretexto– algunos manifestantes los recibieron con mentadas de madre y, según señala el comunicado oficial, porque varias personan iban con el rostro cubierto, motivo por el cual los elementos federales descendieron de las unidades y lanzaron disparos al aire de manera preventiva y de advertencia. Uno de esos disparos alcanzó al estudiante José Darío Alvarez Orrantia, cuyo estado de salud sigue siendo muy grave. Sin embargo, gracias a la protesta y a la oportuna actuación de las autoridades universitarias para impedir que la información fuera tergiversada como en el caso de los estudiantes fallecidos luego de ser baleados por militares a las afueras del Tecnológico de Monterrey, se logró la detención de los presuntos responsables de tirotear a los manifestantes. Pero el tema que originó la protesta sigue en pie.
Como lo ha escrito Víctor Orozco desde Juárez: Los militares, de verde o de azul, en nada han ayudado a disminuir los crímenes de toda índole, pero usan sus rifles de alto poder (sus balas, explica un médico, producen en el cuerpo un orificio de entrada de un centímetro y otro de salida 10 veces mayor) contra los integrantes de una manifestación pacífica que exige su retiro del territorio chihuahuense. El disparo fue por la espalda, dentro de las instalaciones de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez campus ICB.
¿Cómo podrá el gobierno federal justificar la atrocidad? ¿Cómo explicar la presencia de estas patrullas de comandos armados hasta los dientes siguiendo a los manifestantes? ¿Cómo? Los responsables deben ser castigados, sin duda, pero debe irse mucho más lejos, porque el hecho constituye la gota que ha derramado el vaso: los federales deben irse de Ciudad Juárez.
El gobierno, que ahora quiere bajarle calor informativo a los excesos cometidos, pierde los papeles en cada una de sus comunicaciones. En vez de la anunciada nueva narrativa cacareada por la autoridad, persiste la opacidad cuando se trata de hechos en los que manifiestan los antiguos reflejos autoritarios de las fuerzas del orden, la torpeza (y la complicidad según se ha visto en la misma Ciudad Juárez) que sería inimaginable en cuerpos de seguridad entrenados para combatir dentro de la ley a grupos criminales cada vez más despiadados. Pero esa reacción represiva, ensayada de nuevo contra una marcha pacífica, revela la faceta oscura, casi instintiva, que acompaña a los procesos de militarización una vez que éstos se instalan. El sueño de la mano dura se nutre de estas pesadillas, alimentadas a su vez por la corrupción y la impunidad.
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