sábado, 18 de diciembre de 2010

Marisela-- Historias del más acá --Carlos Puig

Alguien que me explique.

Una mujer, con el corazón roto, lleva años señalando públicamente al responsable del asesinato de su hija. Por razones a discutir más adelante, es liberado, después condenado y no localizado (por la autoridad).

Desde entonces esta madre se la pasa buscándolo, lo localiza, a la autoridad se le escapa. Es cien veces amenazada: que ya la pare. Mil veces lo denuncia: Me están amenazando, el culpable y su familia, me quieren matar.

Frustrada, se instala a unos metros del Palacio de Gobierno. “Si me van a matar, que lo hagan aquí enfrente para vergüenza del gobierno”.

Y entonces una noche van y la matan. Enfrente del Palacio Nacional. Con una brutalidad similar a la facilidad con la que el sicario se le acerca y la persigue unos metros y le dispara.

¿Qué puede decir uno ante tal evento?

Un asesinato anunciado frente a la sede del poder estatal.

Los políticos siempre tienen algo que decir.

El gobernador de Chihuahua, César Duarte, el que ocupa el edificio frente al que asesinaron a la madre doliente, al que Marisela quería avergonzar, se da cuenta —un poco tarde— que tal vez los jueces que liberaron al asesino no eran de lo mejorcito. Ahora sí, declara vehemente, pediremos su remoción. Remoción que ya había pedido Marisela, por cierto, y había sido ignorada.

El señor gobernador no dice nada del Ministerio Público que hizo la investigación, recabó evidencias y armó la acusación. Ahora sí, el gobernador de Chihuahua, que según datos de la prensa local estaba “molesto” por la protesta de Marisela, se muestra indignado y hasta le hace de tardío detective asegurando que el asesino de la madre es el mismo que de la hija.

Sin conocer el expediente, en los relatos de una historia que lleva años, queda claro que la menos lo de la supuesta confesión tenía problemas técnico-legales. Pero el Ministerio Público nunca fue capaz en primera instancia de armar un caso sólido. En la experiencia mexicana, es mucho más seguro apostar por la inutilidad —o corrupción— de un Ministerio Público que por el azar de que tres jueces concurran en una estupidez de ese tamaño.

Esta tragedia, para Marisela, para Chihuahua, para el país, ocurre la misma semana en que le fue entregado el Premio Nacional de los Derechos Humanos a Isabel Miranda.

Otra mujer, que con el corazón roto, tuvo ella misma que resolver el secuestro y asesinato de su hijo. Poniendo en riesgo su vida, metiéndose en lugares recónditos, hablando con personajes oscuros. Haciendo el trabajo que el Estado nunca pudo hacer, terminó localizando y haciendo arrestar a quien le quitó, como ella dice, lo mejor de su vida. Isabel fue amenazada, intimidada, hostilizada.

Una cosa pienso: que el destino de Isabel no haya sido el de Marisela es un asunto de azar. Nada tuvo que ver con alguna acción del Estado mexicano. Nada.

Ambas son víctimas de la omisión del Estado. Marisela hoy está muerta.

Resulta kafkiano ver a la máxima representación del Estado mexicano premiando a una mujer cuya historia reciente es una acusación directa, brutal a su incapacidad para resolver su responsabilidad más fundamental.

Dirán los federales que esto era un asunto local, y tendrán razón.

Dirán los de Zacatecas que nunca detuvieron al asesino refugiado en su estado, que les faltó una firma, o un oficio, o algo, y tendrán razón.

Dirá el Ministerio Público que fueron los jueces y tal vez tenga razón.

Dirán los jueces que fue el fiscal quien nunca probó responsabilidad y tal vez tenga razón.

Dirá el gobernador Duarte que el asunto fue del anterior gobernador y tal vez tenga razón.

Y dirá el anterior gobernador que si mataron a Marisela fue culpa del actual gobernador y tendrá razón.

En el centro del laberinto ineficaz, absurdo, inútil, corrupto que es la justicia mexicana, yace el cadáver de una mujer baleada por quien había anunciado que la mataría. Ahí frente a la sede del Poder Ejecutivo estatal de un gobierno que falló —¿fallido?— en su responsabilidad fundamental de proteger a sus ciudadanos.

Estaba tentado a contar cómo por asuntos muchos menores, en cualquier país civilizado, alguien debería poner en la mesa su renuncia. Me acordé que, como hemos visto los últimos años, vivimos en el país donde hace mucho se perdió el sentido de vergüenza.

Primero la ignominia que la renuncia.

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