Cincuenta o 60 mil muertos ha costado, en estos últimos cinco años, su guerra contra el narco. Miles de personas más, nadie sabe a ciencia cierta el número exacto y menos todavía sus funcionarios del más alto nivel, han sido desaparecidas, unas por el crimen organizado, otras por las fuerzas federales.
Es probable que nunca se sepa qué pasó con ellas; es probable que hayan sido sepultadas en alguna de las muchas fosas clandestinas que hay a lo largo y ancho del país. Es probable, también, que muchas de esas fosas nunca se descubran. De todas maneras nadie —salvo sus deudos— busca a esas personas; nadie —salvo los que los amaban— quiere descubrir sus sepulturas.
Tampoco sabemos el número real de desplazados internos y menos todavía de los que han debido abandonar el territorio nacional para ponerse a salvo. En muchos estados del país, en muchas ciudades y pueblos la gente ha huido dejándolo todo atrás.
El despliegue masivo de tropas de nada ha servido para detener ese éxodo. Su propaganda habla del “éxito” en una ciudad a la que algunos han regresado, pero calla, convenientemente, la falta de control —por ejemplo— de las carreteras que de sur a norte y por la costa del Golfo de México cruzan el país.
Ante esas decenas de miles de asesinatos, ante las desapariciones forzadas, ante los desplazados y refugiados su gobierno no ha hecho nada. No hay ni investigaciones policiales, ni diligencias judiciales en curso. Tampoco hay operaciones efectivas que para recuperar control territorial y menos todavía para disputarle base social al narco.
Siempre ha sido el nuestro territorio de la impunidad y la corrupción, pero hoy éstas han alcanzado niveles sin precedente. Aquí se asesina a cualquiera sin consecuencia alguna. Los servicios forenses levantan los cadáveres, los ministerios públicos toman nota y luego los cuerpos van a la morgue y las averiguaciones al basurero.
El valor de la vida en este país, luego de estos cinco años de su gobierno, se ha devaluado profundamente. Eso sobre lo que se establecen las bases de la convivencia pacífica se ha erosionado aceleradamente. Lo que nos hace humanos se ha ido perdiendo.
Desayunamos con decapitados, comemos con masacres. Poco a poco la población se acostumbra al asesinato; pierde la capacidad de asombro ante la barbarie y el horror. Espanta la manera en que muchos, ante una masacre, dan vuelta a la página; la fragilidad de la memoria; la trivialización de la violencia.
Poco a poco se va instalando entre nosotros la convicción de que esas muertes violentas son necesarias; de que el país, como usted lo ha dicho en tantas ocasiones, necesita ser sometido a una operación de “limpieza” profunda.
A falta de otra justicia, comienza a instalarse en sectores cada vez más amplios de la población, la noción de la justicia por propia mano y gana terreno, sobre todo en las zonas asoladas por la violencia, la convicción de que las fuerzas federales deben “eliminar” a cualquier costo a los criminales.
Es este tiempo de canalla, que diría Lilian Hellman, tiempo de venganza y la venganza, señor Calderón, hace daño, descompone a los pueblos; instaura en ellos la dialéctica de la muerte.
“El gobierno del presidente de la República”, como dicen sus spots, ha extendido patente de corso a los criminales de uno y otro bando. El “se matan entre ellos” da por saldada las cuentas de los asesinos con la justicia; es, de hecho, la coartada para cualquiera que quiera cometer un crimen.
Lo escuché ayer en la radio —otra vez— hacer comparaciones estadísticas y vanagloriarse de que en México la tasa de homicidios no es tan alta como en otros países de América Latina. Ese es el mismo argumento que esgrimen los panegiristas de su guerra. Esos que se pasan haciendo números y desmontando mitos. Esos que como usted no ponen los muertos.
¿Le parece, les parecen pocos 50 o 60 mil asesinados? ¿Y qué con la saña con que los criminales ejecutan en este país a sus víctimas? ¿Ese aspecto “cualitativo” de la violencia no les parece importante, sintomático, preocupante ni a usted ni a los defensores de su guerra? ¿En qué otro país se producen tantas masacres? ¿En cuál tantos decapitados? ¿Dónde crímenes tan horrendos?
No tiene usted respuestas a estas preguntas. Otro asunto; la sobrevivencia de su proyecto político, un cada vez más dudoso repunte electoral, le tienen ocupado. De jefe militar —general disfrazado más bien— ha vuelto de nuevo a convertirse en jefe de campaña de su partido o más bien de su candidato.
¿Y todo esto, señor Calderón, para qué? ¿Tanto dolor de tantos; tanto sufrimiento? ¿Para qué?
La droga sigue pasando al norte, que consume cada vez más y peor todavía inundando nuestras calles, las escuelas de nuestros hijos. Los dólares y las armas siguen viniendo al sur y sus “aliados”, esos para los que libra esta guerra por encargo, nada hacen para detener ese flujo incesante que nutre a criminales y a corruptos.
Captura usted a muchos. Mata usted a más, pero los cárteles sólo cambian de nombre y dirigencia porque sus fuentes de aprovisionamiento financiero y logístico continúan intactas, igual que su capacidad de reposición de bajas.
http://elcancerberodeulises.blogspot.com
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