Hay quienes afirman que la próxima revolución se librará también desde el terreno de las ideas y los detractores de este argumento asumen que eso no tiene nada de meritorio, de real o de concreto.
Y es que nos han enseñado que una revolución tiene soldados que utilizan fusiles en lugar de libros, donde corre sangre en lugar de los argumentos y el propósito es despedazar al enemigo que se atrevió a retar al statu quo dominante en los propios términos de lo que Sun Tzu o Maquiavelo establecen: liquidando al oponente y si se puede, borrarlo de la faz de la tierra.
Foucault lo afirmó y Édgar Morin, lo reafirma en su libro “Breve historia de la barbarie en Occidente”: los mecanismos de la barbarie cada vez son más sofisticados, menos burdos y más disimulados en aras de manipular y persuadir a las personas a hacer lo que conviene a los intereses de otras personas, empresas o gobiernos
Sin embargo, no estamos inermes ante este nuevo embate del poder. Existen los antídotos culturales, como son los derechos humanos, la educación, la democracia y las artes, entre otros.
Es por eso que indigna el hecho de que hay quien piensa que la protesta a gritos y zapatazos es más valiosa, más efectiva o tiene mucho más mérito y valor que el trabajo de un profesor de escuela que lucha por intelectualizar su práctica docente y hacer valer esos antídotos culturales que se ponen en acción desde la escuela para la creación de ciudadanos libres, críticos, reflexivos y pacíficos.
Sí, pacíficos. ¿Quién dijo que la violencia es la única estrategia efectiva para hacer valer nuestra voz? Antes bien, se contamina el diálogo, se secuestra la palabra y se chantajea la justicia. Un pacifista no es un borrego, ni vive en una zona de confort, como no lo hizo Gandhi. Un pacifista es un verdadero valiente que entiende que se necesita coraje para responder una ofensa con argumentos y extender la mano franca en todo momento a quien lanza escupitajos a la menos provocación.
Estamos hoy en día, expuestos a las múltiples formas de violencia: simbólica, estructural y visible. Dice Juan Carlos Hernández Meijueiro que la violencia es el control sobre el cuerpo, el tiempo, la información y los recursos de los demás, sin su consentimiento. Si esto es cierto, la violencia entonces es mucho más que lanzar un golpe, un zapato o reprimir un movimiento. Nos enfrentamos a ella todos los días, seamos conscientes o no.
Todas las formas de violencia buscan controlar y en todas también subyace el miedo. Los antídotos culturales de Morín, también curan el miedo, porque abrazan la diferencia, buscan el diálogo y sobre todo, nuevas y efectivas formas de protestar y debatir.
Se olvida también que el silencio es una forma de gritar, de protestar y de luchar. Acaso la más agresiva y radical. Y silencio no significa inactividad, sino trabajo arduo y denodado desde la trinchera personal. Gandhi así lo demostró.
Hay un anhelo generalizado de justicia, pero también de respeto, de diálogo y de debate. Quiero ver a Peña Nieto como vi a Quadri en su momento ante Lorenzo Meyer y Ricardo Raphael: vencido con sus propios argumentos y sumamente molesto por haber sido exhibido en todo su corrupto esplendor. Tal cual.
El tema de “los estudiantes de la Ibero”, tiene demasiadas aristas y complejos abordajes desde el campo educativo, el político, el social y hasta el económico. Hay quien tampoco está de acuerdo con Peña Nieto, pero no necesita aventarle un zapato para hacérselo saber. Una muy buena clase de historia es mucho más efectiva, desde mi punto de vista.
Por eso, se debe formar en y para la democracia, en la cultura del debate y de la confrontación de ideas y argumentos, donde se aprenda que el voto es un arma eficaz para hacer valer la voz del ciudadano y que a nadie conviene un sistema educativo mexicano, donde 8 de cada 10 adolescentes son incapaces de interpretar la idea principal de un texto. Y todo esto comienza en casa.
Algunos jóvenes de hoy, quieren ir a rescatar a las focas bebé, pero son incapaces de lavar los platos sin antes entablar todo tipo de conflictos por esta causa. Protestan por “los de abajo”, cuando son incapaces de utilizar transporte público en lugar de un auto. Se autodefinen como “intelectuales de izquierda” y no tienen la menor idea del sentido y proporción que esa parte de la geometría política representa. Sufren por los marginados, pero no se ven a sí mismos sin el apoyo y sustento familiar. En el fondo, también tenemos un problema de congruencia en el vivir, en el actuar y en el sentir.
Por todo lo anterior, hay quien piensa, incluso, que la revolución de las ideas ya está en marcha.
¿Usted qué opina, estimado lector?
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