domingo, 21 de noviembre de 2010

La Revolución y el crepúsculo-- Rolando Cordera Campos


Nos cuenta la historiadora Gloria Villegas que gracias a las instrucciones de su maestro don Antonio Díaz Soto y Gama, Jesús Sotelo Inclán se dedicó al estudio de Zapata, a quien odiaba por lo que sus huestes habían hecho con su familia, y nos dio su obra portentosa sobre el Caudillo del Sur. Fui en busca de un hombre y encontré a un pueblo, dijo Sotelo respecto a su obra. Fue eso, un pueblo capaz de inventar un hombre como Zapata o Villa, lo que lleva a hablar e imaginar una revolución mexicana, imaginada y real a la vez, pero no imaginaria, como quieren hacerlo creer los simuladores de la revisión.

Años después de las gestas que desembocaron en el gran cambio constitucional y estatal mexicano, a finales de los años 20 del siglo pasado, los intelectuales y estudiosos proclamaron la muerte de la Revolución Mexicana (Jesús Silva Herzog), o buscaron desentrañar la crisis de México (Daniel Cosío Villegas), que no podía ser otra que la del propio Estado surgido de la Revolución. Entre el 31 de enero de 1917, en que se promulgó la Constitución Política, y 1929, cuando se constituyera el Partido Nacional Revolucionario, había pasado la friolera de 12 años de matanzas, pólvora y correderas, acomodos y reacomodos, así como la emergencia y formalización de nuevos contingentes sociales en el campo, la ciudad, la industria, los transportes y otros servicios, los maestros y los todavía escasos burócratas, que poco después, a partir de 1934, permitirían al presidente Cárdenas y los suyos conformar la nueva gran coalición política y social que abriría la puerta a la subsiguiente ola de modernización del país, ahora sustentada en un Estado interventor, masas organizadas, a la vez que integradas en el partido de la Revolución, una nueva clase de empresarios comprometidos con la industrialización y, desde luego, un concierto internacional del todo distinto al que había atestiguado las convulsiones revolucionarias de inicios del siglo XX.

El Estado dirigió, propulsó y al final también aherrojó el proceso de cambio económico articulado por la transformación industrial de la economía. Igualmente, presidió, sin preocuparse demasiado, otra mudanza fundamental en la demografía que, al final del siglo de la Revolución, definió los retos de fondo de la estructura económica y política para hacer evidente su caducidad y debilitamiento irremediables, los que a su vez definen el presente y marcan el porvenir.

Por esto y más es que hoy podemos hablar sin aspavientos de un fin de siglo que ha sido también un fin de ciclo, al cerrarse el gran arco histórico, como lo llamara alguna vez Arnaldo Córdova, que abriera la Revolución cuyo centenario conmemoramos. Mas no hay eterno retorno.

Desde una óptica como la sugerida, la Revolución fue la Revolución, como postulara Luis Cabrera. El anuncio de su muerte, en 1945, no fue, así, una ocurrencia de don Jesús, sino la advertencia oportuna de que, en efecto, el México soñado y perfilado por las luchas y programas, reformas y aspiraciones de los años 30, entraba en crisis y reclamaba una renovada fórmula política para dar continuidad al desarrollo hecho posible por aquellas reformas y visiones.

Así, 70 años después de que el presidente Cárdenas cerrara su epopeya de reformas estructurales redistributivas y redefinitorias del Estado nacional, es válido proponer que, en efecto, hubo un gran viraje cuya duración, sin embargo, es incomprensible sin considerar el sentido y sustancia de esas transformaciones. Hicieron época y marcaron la siguiente, y la condena y persecución de su memoria a que se han dado algunos desvelados que redescubren la reacción de entonces y sus pingües ganancias, será puro fuego de artificio montado en unas fiestas centenarias y bicentenarias presididas por la pena, el bochorno o el cinismo, según sea el oficiante.

El recuento de Arturo Alcalde sobre los trabajadores, 100 años después (La Jornada, 20/11/10), más que de una regresión nos habla de una ruptura profunda de la legalidad constitucional del Estado que, a su vez, ilustra la debilidad estatal y la urgencia de sustituirlo por un nuevo régimen que sustente un orden democrático propiamente dicho. Junto con el panorama descrito por Alcalde, los hallazgos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) sobre las carencias y vulnerabilidades que aquejan a la mayoría de los mexicanos, y se ensañan con los niños (Reforma, 19/11/10), señalan que si algo nos unifica hoy es la desprotección frente a los riesgos de todo tipo que, por lo demás, son característicos de las sociedades modernas y globalizadas, como la mexicana.

Poner esta desprotección en el centro, para construir un Estado que la enfrente, debería ser el punto de arranque de una refundación republicana hecha a modo republicano: a través de la organización de los trabajadores, a punta de votos, con la mirada abierta por proyectos y partidos. Por un nuevo curso de desarrollo.

Así, la revolución de la madrugada de que hablara Adolfo Gilly podría dejar atrás esta democracia crepuscular a que la ha sometido el desplome del Estado, a que llevaron sus sedicentes herederos y sucesores, quienes quisieron volver a un origen mítico (el libre mercado) para caer en lo mismo: pobreza, injusticia, soberbia e incuria.

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