Como maldición recurrente surge la información de que personajes extranjeros vinculados con tareas de inteligencia actúan en el país. Nos hemos acostumbrado a que los medios mencionen la presencia de reales o supuestos miembros de la CIA, de la DEA o de la FBI. Nunca se hace referencia a la posible presencia de otros extranjeros que tengan las mismas funciones.
De décadas atrás viene esa realidad oculta para la opinión pública de lo que ha sido la presencia de individuos de inteligencia extranjeros en el país. Esta situación durante la guerra fría se originó y fue verdaderamente singular. México, por su cultura de amplias libertades que privaba, era el perfecto medio de cultivo para las labores de inteligencia de ambos bloques e incluso de los países no alineados. Así se fue haciendo normal esta presencia y actividades, aunque nunca se reconoció oficialmente.
La Secretaría de Gobernación tomó partido, se alineó en el bloque encabezado por Estados Unidos y lógicamente identificó como adversario al bloque soviético y sus satélites. La relación diplomática oficial con esos países era normal aunque mostraba ciertas rispideces de vez en cuando, más que nada para simbolizar una especie de dureza, recordar que recién que Echeverría entró al poder expulsó a varios funcionarios soviéticos acusándolos de espionaje. Nadie protestó.
Agentes de inteligencia de Estados Unidos como ya se dijo, de la Unión Soviética y sus países satélites de Europa Central, de Israel, China, Cuba y hasta de algunos países latinoamericanos, iban y venían a sus anchas cumpliendo sus funciones, no teniendo a México como objetivo, que nuestro país nada tenía que ocultar que fuera de su interés. El prodigio de México era la libertad con que estos agentes se movían e intercambiaban información. El moderador de estas operaciones era el director de la DFS, después subsecretario, Fernando Gutiérrez Barrios, quien afectuosamente se refería al núcleo de agentes estadunidenses como nuestros amigos; parecía que esta era la clave para identificarlos.
La situación llegó a vergonzosos extremos de servir –sí, con esa palabra– a todos los intereses estadunidenses. Se intervenían teléfonos que ellos indicaban, nuestro gobierno no se enteraba del contenido de las cintas, frecuentemente por contener diálogos en idiomas infrecuentes. Se filmaba para los amigos a todo el que entraba a la embajada de la URSS. Había un grupo de agentes mexicanos a su servicio y se les prestaba asistencia en seguridad que complementaba en ciertos casos a la del embajador.
La obsecuencia era total hasta 1985, en que desaparecida la DFS, se empezó a regular la relación hasta cierto punto, ya que la profundidad que había alcanzado ésta por años y años demandaba un proceso pausado.
A raíz del surgimiento abierto y beligerante del narcotráfico también creció la presencia de agentes de la DEA y de la FBI. Seguramente algunos otros departamentos estadunidenses de la comunidad de inteligencia también operaban desde México. Un ejemplo del cambio de situación sería que el sistema de comunicaciones de alta confidencialidad que operaba en el tercer piso de la embajada fue retirado, y reinstalado en los recintos del recién creado Centro de Planeación para el Control de Drogas (Cendro).
Los excesos continuaron por parte de la DEA hasta que llegó el momento en que el secretario de Relaciones Exteriores Fernando Solana demandó su expulsión. El presidente Salinas, más cauteloso, optó por establecer por vía de un decreto la normatividad a que debieran esos agentes someterse. Eso fue verdaderamente una bomba en el Departamento de Justicia en Washington. Se retiró a los agentes su calidad de miembros de los servicios consulares acreditados en México, se fijó su número y las regiones en que cada uno de ellos podría tener presencia. Se les prohibió el uso de armas y la participación en operativos que había sido habitual.
Ya de manera más sólida, al crearse el Sistema Hemisférico de Información del Cendro, como órgano de inteligencia de alta tecnología del gobierno mexicano, se les incorporó en condiciones de igualdad a todos aquellos países que eran miembros del sistema, principalmente Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina y Chile, que eran aquellos países donde el narcotráfico tenía una presencia relativa.
Mucho más se podría escribir sobre el mismo tema. Lo que nunca se sospechó en aquel entonces es que pausadamente, a lo largo de las administraciones de Zedillo, Fox y Calderón, estos propósitos de ejercicio de soberanía dieran marcha atrás de manera contundente. Zedillo nulificó al Cendro, al Sistema Hemisférico de Información, y con ello a la conducción por parte de México de toda esa urdimbre de agentes que operaba en México y en los países ya señalados. Estados Unidos dividió para vencer.
Fox y Calderón siguieron la misma huella y así las huestes de agentes de todas las agencias estadunidenses fueron creciendo y penetrando áreas altamente sensibles del gobierno de México y a las redes del crimen organizado, principalmente en su modalidad de narcotráfico, al grado tal que se volvió a las prácticas de los años 60-70, donde los eficientísimos recursos estadunidenses obtenían la información que necesitaban para su interés y compartían con México lo que ellos autónomamente decidían. Finalmente con Calderón, Estados Unidos logró lo que por años persiguió: consolidar en México un centro de espionaje.
Así estamos hoy, y esto se demuestra con la cínica instalación en los niveles superiores de un edificio sito en el número 265 del Paseo de Reforma, al lado de la embajada. Es tan ominosa y avasalladora esta muestra de superioridad por parte de ellos, y de sumisión por parte de Felipe Calderón, que verdaderamente es inútil describirla y valorarla. Así estamos en manos de estos gobiernos autodenominados del cambio. ¡Y vaya que han dado un esquinazo!
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