Por ya muchos años, economistas de diversas y encontradas preferencias se han preguntado por qué no crecemos. Convocados por Javier Beristáin y varios de sus destacados colegas y amigos del ITAM, algunas decenas de practicantes de la ciencia lúgubre nos hemos reunido en Huatusco para discutir e intercambiar hipótesis sobre el desconcertante fenómeno que algunos, con afán provocador, dimos en llamar el estancamiento estabilizador que aqueja a México desde hace 20 años.
Las respuestas a la pregunta han sido diversas y los énfasis más. Es cada vez más claro que el país sufre de inmensos déficit institucionales que bloquean iniciativas y decisiones económicas tanto en el sector público como en el privado y propician todo tipo de rentismos y abusos de poder tanto desde el campo de la política como del propiamente económico. Algunos colegas se solazan con el descubrimiento de toda clase de capturas de renta a las que se dan grandes corporaciones, los monopolios malos y los sindicatos que quedan en la escena social, cuya jibarización acelerada al fin del siglo no ha impedido a los sobrevivientes practicar este nefasto deporte del rentismo desfachatado o escondido. Para varios de quienes cultivan esta rama de la investigación, el peso de cada buscador de rentas no importa demasiado y lo mismo piden descuartizar a la empresa telefónica nacional que acabar de una vez con los sindicatos que oponen su disminuida fuerza al libre mercado de trabajo, inducen al desempleo y con ello aminoran sostenidamente el mercado interno y así el crecimiento económico general.
No hay duda de que la transición al libre mercado y la democracia representativa hizo poco o ningún caso del complejo problema de la ingeniería o la fontanería institucional que este gran salto reclamaba. Por miedo a la reacción defensiva de los intereses afectables o afectados, se optó por la vía rápida para el TLCAN, desde luego, pero también para apurar el cambio estructural en todos sus órdenes. Se redujo a su mínima expresión la capacidad del Estado para proteger o promover, se privatizó a trancos la banca nacionalizada para después permitir su extranjerización, se abatió el sistema estatal destinado al desarrollo agropecuario y rural y, a la vez, se implantó un cerrojo al gasto público y a toda tentación de hacer política monetaria expansiva, reduciendo la política económica al propósito único y permanente de la estabilidad financiera.
No se buscó, sin embargo, la creación de nuevos mecanismos de mercado para regular o atenuar los golpes inevitables del tránsito. No se implantó el seguro de desempleo ni se buscó que el sistema financiero se hiciera cargo de la enorme asimetría estructural agudizada por las crisis de los años ochenta y profundizada por el propio cambio hacia la economía abierta. Todo, o casi todo, quedó al amparo de lo que los mercados dijeran, sin que su auténtica conformación oligopólica llamara la atención de los dirigentes del Estado o de la empresa. Nos convertimos en un caso ejemplar de fideísmo y creímos que más pronto que tarde el nuevo mundo global nos lo premiaría con inversión pujante e innovadora, acceso fácil al crédito, mercados abiertos y generosos.
Nada de esto ocurrió y ahora somos otra vez un caso ejemplar, pero de lo que no se debe hacer. La pregunta con que iniciamos el siglo de por qué no crecemos sigue en el aire, a pesar de que el propio Congreso de la Unión la convirtió en convocatoria a la acción el año pasado en sus foros sobre lo que hay que hacer para crecer. El resultado ha sido nulo y malo no sólo para el conocimiento de nuestra economía política, sino sobre todo para la organización económica nacional que resiente demasiados años de crecimiento menguante, falta de inversión y bajo consumo y, ahora, enorme cuotas de desempleo abierto, subempleo e informalidad, pobreza masiva y desánimo colectivo. Difícil crecer así.
Otros analistas han puesto el acento en la retracción del Estado y su renuncia a hacer política económica y de desarrollo con el pragmatismo histórico que lo caracterizara por lustros. Pueden subsanarse huecos y hoyos negros institucionales y la Comisión de Competencia volverse el campeón de los desposeídos, pero sin una acción firme y sostenida del Estado mediante su inversión y coordinación de los actores principales del drama económico y social no se romperá este equilibrio perverso que inhibe el riesgo y refuerza la proclividad al rentismo o la inversión en el exterior que hoy caracteriza a algunas de nuestras grandes empresas y grupos pudientes.
Se trata de una trampa que debe romperse desde fuera de las señales de un mercado cada día más opaco y sumido en los peores círculos viciosos y no hay en el escenario otro candidato a hacerlo que el Estado, tan postrado y oxidado como esté. No se violarían en lo fundamental las sacrosantas escrituras de la economía abierta y de mercado, pero sí se le daría una manita a la invisible, como lo han hecho las grandes y más pujantes economías del mundo al calor de una crisis que no se conmueve ante los actos de contrición de los sacerdotes del dogma liberista.
Sin menoscabo de la relevancia de las instituciones, agregaría, lo que importa en una situación como la mexicana es la política y el dirigismo consecuente del Estado, mientras el cambio institucional se acomoda al económico. Así fue en los treinta y cuarenta del siglo XX y así podría ser hoy, con buenas técnicas y mejor memoria.
La convocatoria del Congreso alentó a muchos y hasta la Conago pidió una ley de emergencia económica. Pero lo que se impuso fue el chascarrillo del secretario Carstens sobre el catarrito, que se volvió apotegma de una política de la inercia que sobrevivió a su ascenso a la gubernatura de Banxico. Así, la pregunta sigue en el aire pero las decisiones del poder ofrecen algunas pistas: no crecemos porque los que mandan no quieren. ¡Ay de los inertes! diría Bobbio.
Casi al final de esta angustiosa semana, me encontré con una pista que puede inspirar los trabajos y los días de quienes aún se preguntan por qué no crecemos. Al responder al legítimo reclamo de Marcelo Ebrard de detener el estrangulamiento fiscal del DF, el presidente de la Comisión de Presupuesto de la Cámara aleccionó: como las amas de casa que deben decidir qué hacer con la quincena, así la Cámara debe definir sus prioridades” (La Jornada, 10/11/10, p. 44)
¡Helas!, diría Poirot; ¡Elemental!, agregaría Sherlock: ¡Es la economía, reiteraría Clinton, …pero la doméstica!
Una gran revelación que debemos agradecer al zar del presupuesto federal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario