En los años 60 y 70, solía hablarse del caso mexicano como una excepción en el Extremo Occidente, como lo llamara Alían Rouquié, que entonces se hundía bajo las olas de la dictadura, la inflación y el desarrollo frustrado. La manera como las clases dirigentes de los países latinoamericanos querían lidiar con la guerra fría no era del agrado de Estados Unidos, ni sus ejércitos parecían convencidos de que la doctrina de la seguridad nacional emanada de Washington pudiera ser implantada por los gobiernos civiles de entonces.
La Alianza para el Progreso le había estallado en las manos a los demócratas kenedianos y el pantano de Vietnam magnificaba la amenaza comunista para América, encarnada por Cuba desde la perspectiva no sólo de Estados Unidos, sino de muchos grupos sociales medios y altos de la región. Frente al dominó que tanto se temía en Washington, sobrevino el de los golpes de Estado militares cuyos mandos decidieron que la emergencia exigía refundar los regímenes y no sólo deponer a los gobernantes frívolos de entonces.
Así se entronizaron en Brasil, donde pusieron en marcha una revolución capitalista, como la bautizara Fernando Henrique Cardoso, y en Argentina, donde Videla y Martínez de Hoz quisieron imponer a sangre y fuego un régimen cristiano y una economía de libre y pleno mercado. En Chile, Pinochet ató y bien ató a la sociedad entera, asesinó a Allende y a miles de demócratas y luchadores sociales chilenos para devolverle el país a la democracia no sin antes redefinir con crueldad inaudita el sistema social para tratar de regresarlo a su pasado señorial donde todos sabían respetar su lugar.
Fue en este contexto donde brilló la excepcionalidad mexicana. El único que parecía capaz de navegar con soltura en aquella tormenta era el Estado emanado de la Revolución Mexicana, que había logrado domar la inflación, someter la rebelión obrera para reintegrarla a la pirámide corporativa y arrinconar a las otras vertientes de su oposición interna, en gran medida vecinas de la tradición revolucionaria encarnada por Lázaro Cárdenas.
Para el Partido Comunista de entonces, así como para los varios grupos de esa misma inspiración, no quedaba otra que un lastimoso clandestinaje, tolerado y otorgado por el régimen, de vez en vez alterado por la represión policiaca. El poder parecía intocable y sus destrezas metaconstitucionales le auguraban vida eterna.
La economía mexicana crecía como nunca y parecía estar en condiciones de incorporar a las nuevas capas marginadas que el propio proceso de desarrollo producía: campesinos urbanizados, comerciantes pequeños y medianos, y pobladores sin casa. No ocurrió tal, pero entonces se antojaba como posible, en tanto que la movilidad social se mantenía aunque fuese a cuentagotas.
La era del desarrollo estabilizador, del milagro mexicano, llegaría a su fin en los años 70, pero su secuela imaginaria e imaginada se mantendría gracias al empuje tercermundista de Echeverría y, luego, a la riqueza petrolera con que se inauguró el gobierno siguiente, en la cual su presidente habría de cifrar las esperanzas de un atajo promisorio a las crisis y turbulencias con que se anunciaba lo que después llamaríamos la globalización del mundo. Con López Portillo, sin embargo, llegó a su nadir el proyecto de renovación desde arriba que tantos frutos le dio al país, pero sobre todo a sus grupos dominantes.
Fueron estos grupos los que de manera inconsulta decretaron ese final y procedieron a un cambio estructural a rajatabla, destinado a una nueva modernización mexicana, esta vez, como dijera después el presidente Zedillo de su reforma electoral, de manera definitiva: sin concesiones ni adjetivos, el país del milagro ahora estigmatizado habría de convertirse en la patria del mercado abierto, la democracia representativa y el gobierno transparente. También, a los ojos de la jerarquía católica recientemente oficializada, en el México siempre fiel que le cantara al Papa antes de que Maciel los llenara de vergüenza.
No hubo milagros, sino empuje y aguante social y decisionismo estatal, que se desgastaron al cabo de tanta transición sin conclusiones y de tanto mercado sin retribuciones. Lo que nos queda es la navegación al pairo y la confusión en y ante el mundo, como lo muestran patéticamente los ires y venires de la cancillería y los ademanes patrioteros de políticos y legisladores, que exigen a Estados Unidos un respeto que no se dan a ellos mismos ni a sus mandantes. La autodesignada clase política se estrella frente a la muralla de una violencia desatada con su consentimiento y no es capaz de agarrar el toro por los cuernos y poner un hasta aquí a la cascada de desatinos que sólo arroja el desgaste de la fuerza armada, el desasosiego social como vida cotidiana y la oxidación inclemente de las capacidades productivas. La legitimidad del monopolio de la violencia no se abordó en ningún momento, pero supuestamente amparado en ella el gobierno y su Presidente sacaron al genio de la botella sin preguntar antes por el conjuro y hoy, como ocurrió antier cuando el caso Camarena, la presencia de fuerzas policiacas de Estados Unidos se vuelve a presentar como legítima por inevitable.
El caso mexicano vuelve por sus fueros, pero esta vez como negativo del original: en vez de crecimiento, pasmo; en vez de estabilidad, secuestro del dinamismo económico y social, y en vez de pax priísta, autoritarismo presidencial. Estado desarrollista, desorden mental y avidez sin recato en las cúpulas del poder y el dinero. Sólo falta que en aras de la transparencia nunca cumplida por los gobiernos de la alternancia, se nos ofrezca el desmantelamiento de lo poco logrado en materia electoral y cuidado de los derechos humanos.
Entonces sí que se hará honor al lema guadalupano: no hizo cosa igual con ninguna otra nación.
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