jueves, 24 de febrero de 2011

Manuel Bartlett Desigualdad destructiva


El decreto de Calderón para subsidiar la educación privada, deduciendo las colegiaturas, violenta los objetivos que asigna la Constitución a la educación.
El artículo tercero obliga al Estado a proveer educación pública y gratuita en todos los niveles, para el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, en la igualdad. Los particulares pueden prestar el servicio educativo en los términos de ley, pero la obligación del Estado es la educación para todos con sus objetivos democráticos y nacionalistas.
La Constitución prescribe una educación para la justicia social, organizada para la integración nacional; incorporación de marginados; compensar desigualdades; justicia distributiva asignando recursos para asegurar la igualdad de las oportunidades.
Coincide la Cepal: “La educación es fundamental para igualar oportunidades”, “combatir la pobreza”, “impulsar mayor equidad en oportunidades educativas, evitar la reproducción de desigualdades”; “igualar las oportunidades entre hijos de familias de estratos altos, medios y bajos”.
Tarea educativa inaplazable. El desbordamiento de la pobreza con desintegración familiar, drogadicción, criminalidad, desempleo, acceso limitado a los servicios educativos frente a la concentración de la riqueza, resulta en una sociedad fracturada. Reintegrarla demanda esfuerzos educativos extraordinarios en este sector políticamente enajenado e ideológicamente deformado, con recursos insuficientes.
La educación privada coadyuva como opción particular de intereses variados, exclusivos, buscada básicamente por los estratos de mayores ingresos, representando sólo el 10%. El Estado no tiene sustento constitucional para subsidiar los servicios educativos particulares ni recursos para hacerlo porque su responsabilidad es todo el sistema educativo y cultural con fines nacionales, que también usufructúan las instituciones privadas.
Dos tipos de justificaciones expone Calderón, las que celebran la educación en general y las específicas que traslucen recomendaciones privatizadoras de los organismos internacionales con su lenguaje economicista: competir, triunfar, mercado. Es “justicia distributiva”, afirma paladinamente Calderón, porque “los alumnos de escuelas privadas no representan costo para el Estado en materia educativa, aun cuando sus familias siguen contribuyendo a financiar la educación pública a través de sus impuestos”, falaz, habría que subsidiar a los automovilistas porque no usan el Metro y pagan impuestos. Engañifa, no se desvían fondos, “serán ahorros”, inexplicablemente ya cuantificados: 13 mil millones. Medida largamente esperada, dicen, sí desde 1917 frente a la educación pública laica; beneficiará a miles de familias de todos los estratos. Falso.
El decreto generó reacciones encontradas: es electorero; hará más inequitativo el sistema; convierte al sistema integrador en segregador; regresivo. Hasta el reaccionario reclamo a Calderón de Paredes y Beltrones porque les “pirateó” la idea. Expresaron satisfacción las asociaciones de Colegios Particulares y de Padres de Familia Católicos; reclaman injusticia social para quienes no tiene dinero para elegir opciones privadas, refiriéndose si acaso a la clase media acosada por el modelo neoliberal. Otros, obsecuentes, se atreven sólo a sugerir que no se descuide la educación pública.
Pero lo grave del decreto, no es su carácter electorero, que lo es, ni aun los 13 mil millones que el rector Narro afirma resolverían el problema del sobrecupo universitario, lo grave es el ataque a la definición constitucional de la educación pública, violación del pacto social, disfrazada de benevolencia. Rompimiento del mandato de igualdad para reintroducir la educación privada al presupuesto del Estado. Vieja demanda de la derecha; retroceso que no admite complacencias ante las “buenas familias” y las poderosas instituciones conservadoras privadas que irán diluyendo la educación popular, profundizando la destructiva desigualdad.

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