La decadencia de la vida organizada de México ha tocado un recodo denso y pegajoso; no es el mero fondo, puede seguir bajando la pendiente. El quehacer político lo resiente hasta la dura médula de la lucha por el poder público. Por fortuna, los intentos por establecer en el panorama electoral un bipartidismo conservador, elitista, reaccionario y continuista, chocan contra el muro que viene levantando la voluntad de cambio de parte sustantiva de la sociedad. Dicha porción de los mexicanos se aglutina, a pesar del viento y la marea, en contra de prolongar el modelo de gobierno ensartado en groseros privilegios. El método operativo es harto conocido: el tráfico intenso y avasallante de influencias. Quieren tales ciudadanos, y sin titubeos que valgan, terminar con la injusticia prevaleciente. Desean encauzar al país por la ruta de la moderación, el patriotismo y la honestidad de hombres y mujeres de sana intención. Es decir, se pretende enfatizar los principios y valores como valladar contra la inequidad y el abuso de poder que cierra horizontes para las mayorías.
López Obrador ha llamado, con un desplante de valentía inusual, a la coherencia ideológica de las izquierdas nacionales. A no ceder a la manipulación encubierta bajo el espejismo de alianzas entre contrarios irreconciliables. No se puede plantear la unión entre el cambio de fondo en la vida organizada de la nación y las fuerzas que empujan hacia la continuidad del modelo imperante. El pretender que, entre las rendijas de esa espuria unión, irrumpirá la ocasión de evitar el retorno del priísmo (como sinónimo de imposición, autoritarismo, corrupción y entreguismo) es embalsamar la triste realidad actual del panismo con los afanes reivindicatorios de la izquierda. El panismo y el priísmo son dos facetas, casi idénticas, de una plutocrática visión que amamanta los intereses de los grandes grupos de presión dominantes. Pueden presentar rostros distintos, maneras disímbolas, tácticas divergentes, pero, en su misma esencia, ambos partidos han sido subyugados por aquellos a quienes más benefician y que ahora son sus patrocinadores.
Desde hace ya décadas, tales partidos vienen confluyendo en las fórmulas que desprende el modelo imperante. El guión, ambos lo han seguido a pie juntillas. Sus actores, tal y como lo muestran los cables de Wikileaks, acuden presurosos ante los procónsules del imperio. Es ante ellos que se acusan, se apapachan, claman por su apoyo. Sin la bendición de Washington quedan desamparados, rumiando sus debilidades. Se forman, dóciles y encopetados, ante las cámaras de televisión y los micrófonos de la radio, no para comunicarse con las audiencias, sino para afinar sus recuadros o para darse a conocer si nadie los extraña. Basta hojear los diarios, revisar columnas o escuchar a los conductores favoritos de los medios para sacar las debidas conclusiones de tan grotesca como real dependencia. La política que hace la clase dirigente de México se encierra con ellos mismos. Atienden con paciencia inaudita a periodistas. A menudo invitan a intelectuales, de preferencia a los orgánicos que se pavonean en los medios. No se olvidan de los curas (obispos encharolados y licenciosos) y de diplomáticos selectos. Los empresarios ocupan un lugar aparte y ante ellos despliegan sus mejores artificios de seducción abyecta. El pueblo, sobre todo si es de a pie, es un espejismo al que desprecian y del cual huyen.
La realidad, sin embargo, apunta hacia el despertar de las masas. Aquellos que han entrevisto tan humano fenómeno y se acercan para constatarlo, encuentran la materia de su accionar y el tinte de sus anhelos. Y de ahí obtienen la fuerza que les puede permitir ganar el poder, no para regodearse con ello, sino para detener la decadencia como un primer escalón de un largo y difícil proceso. Como son millones de personas las dispuestas a contribuir, a poner su parte correspondiente en el rescate de un México estrangulado por una elite rapaz, forman una fuerza política considerable, capaz de asegurar el triunfo democrático en las urnas.
Es ese conjunto de votantes el que consiguió el triunfo en Oaxaca hace unos meses. Fueron tales votantes los que colocaron a Cué en la gubernatura. Son ellos los que ahora le exigen respuestas adecuadas. Las famosas alianzas, vacías de ciudadanos decididos a tumbar caciques y vivir con dignidad, no sirven sino de estorbo. Cué debe recapacitar y dejar de lisonjear al poderoso en turno que nada hizo para acercarle simpatías. Debe rencauzar su gobierno mirando hacia abajo, hacia esa militancia de izquierda que, de todas y variadas maneras, lo hubiera hecho ganar. Los que fueron a levantarle la mano, comer con él, treparse al estrado, usar micrófonos, darle recursos, son los que ahora le han exigido posiciones y lo impelen a velar por sus intereses. Una mala, pésima ruta que frustrará los anhelos de la gente que Cué vio, olió y oyó en su recorrido por todo el estado.
De similar manera, los habitantes del estado de México volverán, como lo han hecho en el pasado, a votar en tropeles por los candidatos de la izquierda. Ellos son la fuerza electoral que puede derrotar al PRI de los caciques que se han sucedido, unos a otros, en los privilegios indebidos. Lo han hecho de manera repetida, sin alianzas ajenas, sin trampas, sin la concurrencia de oportunistas sino con el propósito de formar gobiernos para la gente, con ellos mismos. No con los ganones de siempre, esos que los han usado y empobrecido durante más de 80 años. En el estado de México la alianza debe montarse entre los partidos de izquierda, desde abajo y haciéndose responsables de las necesidades y las aspiraciones de la gente. Es por ello que la solicitud de licencia de López Obrador es consistente con las vivencias de la gente. La consulta programada por los dirigentes del PRD está amañada, conducida desde Los Pinos. Es un señuelo distractor y es la ruta para favorecer a la derecha. La trama quedaría completa con la alianza del PAN y el PRD en 2012. Así lo aseguran hasta panistas encumbrados. Alejarse o desbaratar tales maniobras es un deber de los conductores que, como López Obrador, atienden, en exclusiva, a las pulsaciones del pueblo.
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