El embate —no se le puede llamar de otro modo— del Presidente y otras autoridades de Francia se tornó un asunto de Estado. Sus motivaciones para convertir el caso de Florence Cassez en una bandera de agitación política son indudables: las elecciones del año próximo. La popularidad de Nicolas Sarkozy ha caído, mientras crece la amenaza socialista, a su vez liderada por el alcaldesa de Lille, de donde es originaria la condenada por secuestro, y que llamó a otras municipalidades a boicotear el Año de México en aquel país.
Desde luego, la Cancillería mexicana debía poner un alto a la prepotencia y absoluta impropiedad con que se condujo el jefe del Estado francés. La celebración dedicada a México se ha puesto en suspenso y, seguramente, no se llevará a cabo en los términos amistosos originalmente acordados. Para colmo, este año cambia la presidencia del G-20: Nicolas Sarkozy la transfiere a Felipe Calderón, pues le corresponde a México en el próximo periodo.
Es necesario diferenciar la explotación francesa del tema Florence Cassez para presionar a México y ganar popularidad en el electorado, con un componente fuertemente nacionalista, del examen de la conducción de las autoridades mexicanas en el caso de la condenada a 60 años de prisión. Lo primero es inadmisible, independientemente de lo segundo.
No obstante, el problema es la debilidad de la defensa. El desaseo del proceso judicial contra Cassez quizá no ensombrezca la legalidad de la sentencia, pero sí su legitimidad. La situación que guarda el sistema de justicia penal en México ha llegado a tal deterioro que se ha convertido en una grave debilidad del Estado mexicano. De no existir, no convocaría ataques prepotentes como el que ha ocurrido. Y de ese Estado es jefe el Presidente de México.
Como en el documental Presunto culpable, el caso Florence Cassez está lleno de “pruebas” testimoniales y vacío de una adecuada investigación, ya no digamos profesional. La evidencia de su culpabilidad está sostenida con los alfileres de múltiples decires y manchada por el espectáculo montado luego de su arresto y las pocas pruebas no testimoniales de su involucramiento en los delitos de los que se le acusa. Es probable que sea responsable de éstos, pero la sospecha razonable y ampliamente documentada de que en las cárceles hay muchos inocentes y libres múltiples culpables debería motivar una seria reflexión de la clase política, lo que a todas luces no ocurre.
Los ciudadanos mexicanos debemos estar más preocupados por el gravísimo problema de la falta de acceso a la justicia y el grotesco estado de su impartición que por las fanfarronadas del presidente francés para congraciarse con los electores a costa de nuestro país.
Como lo demuestran cada vez más numerosos estudios, la pervivencia y maduración de un Estado democrático reside en su capacidad para ofrecer a su sociedad los bienes públicos por los que cobra impuestos y que justifican el empleo de millones de burócratas y miles de gobernantes. El que un país sea democrático no consiste solamente en que los ciudadanos elijan más o menos limpiamente a sus representantes, sino en que avance en la dirección de hacer del imperio de la ley y el acceso a la justicia una realidad.
México no ha conseguido enraizar la idea de que es necesario cambiar el sistema de justicia, empezando por el Ministerio Público en todos los órdenes. ¡Cuántos recuentos, narraciones y anécdotas escuchamos o leemos constantemente sobre la impunidad con que se inicia (o se hace a un lado) la investigación correspondiente por parte de las autoridades competentes! Y qué decir de la corrupción en los juzgados y tribunales. Si se reuniera una compilación de experiencias sobre el tema llenaríamos varias bibliotecas.
Con frecuencia se acude a añejas conceptualizaciones jurídicas para abordar el tema de la justicia. No pocas veces se le toca desde la abstracción, muy común en los bizantinismos de la argumentación jurídica. Pero la vacuidad de esos vericuetos conceptuales se topa con una dura y necia realidad: el ciudadano promedio no tiene acceso a que sus derechos sean “justiciados” apropiadamente; a que sea defendido “pronta y expeditamente” de las afrentas que diariamente recibe de sus vecinos, sus patrones o sus malquerientes.
El acceso a la justicia es percibido por la mayoría como una quimera y su mención como una broma de mal gusto. Pero sin él no hay modernización del Estado. Sin él no hay democracia que aguante. Sin él no hay mejor distribución de la riqueza. Sin él se abona el terreno a los líderes mesiánicos. Sin él se desvanece la representatividad democrática. Sin él, el Estado nacional se exhibe ante el mundo como república bananera.
Aunque Sarkozy no tenga razón, el buen juez por su casa empieza.
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