Felipe Calderón y Leonardo Valdés Zurita posaron agarrados de la mano con un candor que sería justificable si ambos trabajaran en Finlandia, si sobre el primero no pesara el antecedente de haber llegado a Los Pinos mediante un fraude escandaloso y si sobre el segundo no se acumularan miles de inconformidades por su pasividad ante las certezas de la tradicional inmundicia priísta: gastos astronómicos en propaganda, amedrentamiento y agresiones a ciudadanos, compra masiva de votos, papelería electoral en manos de operadores de Peña Nieto, planes para la cosecha corporativa de sufragios endosables por parte de la dirigencia charra del SNTE y de su franquicia electoral, mil 800 millones de pesos malversados por Eruviel Ávila para apoyar la campaña de su jefe con tarjetas prepagadas de la tienda Soriana...
Pues no: no estamos en Finlandia sino en México y aquí el priísmo no es un adversario en la democracia sino un adversario de la democracia. No busca la organización ciudadana sino el control de la ciudadanía mediante la organización corporativa y la corrupción social. No quiere convencer a nadie sino aplastar todo razonamiento por medio del bombardeo propagandístico de saturación, el televisivo en primer lugar, pero no único. No aspira a lograr la presidencia mediante la construcción de consensos sino con la inversión de fortunas incalculables en la adquisición de líneas editoriales, la corrupción masiva de voluntades, la coacción y la coerción.
En semejante entorno los panistas, desde Calderón hasta Vázquez Mota, desempeñan el papel de comparsas con beneficios; son jugadores del régimen oligárquico que ahora pretende renovar su cáscara con un enroque simétrico al de 2000 y con una coordinación cómplice que parece visión en espejo de la que operó en 2006: si hace seis años el PRI convalidó el fraude que hizo posible sentar a Calderón en la silla presidencial, esta vez los panistas gobernantes se ven obligados a devolver el favor, no necesariamente por gratitud sino porque con ello, piensan, pueden lograr garantías de impunidad para todos los delitos –desde los financieros hasta los de sangre– perpetrados desde el poder en este sexenio.
Es este trasfondo inocultable de la fachada democrática el que exasperó y catalizó a la juventud que protagoniza el movimiento #YoSoy132: la evidencia de que el poder político-mediatico-empresarial pretende utilizar la elección como cobertura de decisiones que no serán tomadas en las urnas sino que fueron trazadas de antemano en acuerdos y amarres cupulares, es decir, la evidencia de que ese poder pretende tomarnos el pelo.
El carácter antiEPN del movimiento no es contrario al programa del mexiquense, porque no existe tal programa: todo se reduce a un mero discurso maleable y ajustable a conveniencia; no conlleva ninguna animadversión personal contra Peña, sino la certidumbre de que el candidato tricolor es 95 por ciento de fabricación mercantil y 5 de truhán menor, desarticulado y primario; no es contraria a un partido político, porque el tricolor no lo es; sino a la mafia corruptora y golpeadora, antidemocrática por esencia, que hoy se exhibe como protagonista de la superficie democrática para legitimar su naturaleza oculta e impresentable –que, como en el iceberg, es la principal–, facilitar la evasión espiritual de los “intelectuales” orgánicos y embaucar a uno que otro periodista internacional. En suma, en este proceso Peña Nieto no es adversario sino adversidad para el desarrollo cívico del país.
Una vez que se ha cobrado conciencia de que los poderes fácticos pretenden utilizar la inminente elección como una fachada, la apuesta de los movimientos ciudadanos organizados es convertir la máscara en rostro real, la cáscara en carne, la apariencia en fondo, y aprovechar la cita con las urnas para llenarlas de contenidos verdaderos, de propuestas y rumbos definidos para el país, de realidad republicana. Con su voto informado, razonado, libre y soberano, la sociedad puede lograr este domingo que la democracia sea más que una máscara.
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