Es imposible un fraude, dice José Woldenberg en un artículo publicado la semana pasada en el diario Reforma. Las razones que dan sustento a su afirmación incluyen: a) el padrón y la lista nominal de electores han sido aprobados por todos los partidos y revisados por 333 comisiones de vigilancia; b) las boletas son infalsificables, al igual que las credenciales de elector; c) los funcionarios de casilla son ciudadanos seleccionados al azar mediante doble insaculación; d) los resultados son anotados en un acta y exhibidos fuera de las casillas. Además de lo anterior, todas las etapas del proceso son vigiladas por representantes de los partidos políticos: la revisión del padrón y todo lo que acontece en cada casilla, la verificación de la identidad de los ciudadanos que votan, el conteo de los resultados, su asentamiento en las actas correspondientes y su traslado a los comités distritales, con las que se construye el Programa de Resultados Electorales Rápidos (Prep) del Instituto Federal Electoral (IFE), que puede ser consultado a cada momento por quien quiera hacerlo.
Francamente no encuentro una diferencia notable entre los elementos citados y los presentes en las elecciones presidenciales de 2006, la más cuestionadas de nuestra historia reciente. Formalmente son los mismos que en aquel año, en el que la proclamación del ganador por el IFE y su ratificación por el tribunal electoral dañaron profundamente al país por la sospecha bien fundada de un fraude que dividió a los mexicanos, vulneró la confianza en las autoridades electorales y enturbió durante seis años la vida económica política y social de México. Tendríamos que suponer que se han producido cambios en cada uno de estos elementos con los cuales, ahora sí, el proceso electoral tendrá la certeza que requiere, aunque éstos no se incluyen en la argumentación citada. En mi opinión, el cambio más significativo el próximo primero de julio, de producirse, sería la presencia de representantes del candidato que impugnó la elección pasada en todas las casillas.
Pero supongamos que los argumentos citados al principio fueran suficientes para demostrar que no es posible que se pueda producir un fraude (aun cuando se ha presentado, por ejemplo, la duplicación de boletas supuestamente infalsificables, hecho que el IFE ha reconocido aunque minimizado). Durante las semanas pasadas se han venido acumulando datos de prácticas irregulares y preparativos antes de la elección para asegurar el voto a favor del candidato del Partido Revolucionario Institucional. Si bien las acciones de las cuales son responsables directamente las autoridades electorales pudieran ser incuestionables (como parte de nuestra suposición), las irregularidades que ocurran fuera de las casillas (como la compra o coacción del voto) o dentro de las mismas (como la sustitución de funcionarios, relleno o robo de urnas, e incluso actos de violencia), que queden fuera de las posibilidades de los representantes de los partidos para evitarlas, permiten anticipar que habrá múltiples impugnaciones.
Esas prácticas son fraudulentas, constituyen delitos y los ciudadanos y partidos están en su derecho de denunciarlas públicamente desde ahora. Pasarlas por alto representaría un grave daño para el avance de la democracia. Existen además instituciones imparciales (nuevamente dentro de nuestra suposición) creadas para atender estas denuncias antes, durante y después de la jornada electoral, y recurrir a ellas no tiene que ser motivo de escándalo.
Algunos analistas han intentado minimizar el impacto de estas prácticas fraudulentas en el resultado de las votaciones. En el caso de la compra de votos, por ejemplo, Ciro Murayama en El Universal, basado en diversas suposiciones, ha realizado un cálculo según el cual se necesitarían 100 millones de pesos para conseguir, mediante este procedimiento ilegal, el uno por ciento de los votos, lo que le parece una cantidad de dinero muy elevada como para tomarse en serio. Si es mucho o es poco depende de los recursos con los que cuenten los delincuentes electorales. Además, siguiendo el mismo ejemplo, se requeriría sólo la mitad (50 millones) para lograr una diferencia de votos como la que oficialmente definió la elección en 2006.
Todo lo anterior ocurre en un contexto en el que se estigmatiza a todo aquel que se atreve a hablar de la posibilidad de fraude. Como parte de la guerra sucia que no se detiene, al candidato del Movimiento Progresista, Andrés Manuel López Obrador, se le critica porque advierte, apoyado en la información que recibe de distintas zonas del país, de la proliferación de prácticas que constituyen delitos electorales. Se le acusa de que si gana todo está bien y si pierde es que hay fraude, y se repite hasta el cansancio su supuesto desprecio por las instituciones. Se le trata de obligar a reconocer los resultados oficiales, aun sin agotarse los procedimientos de impugnación que contemplan las leyes, y que todo hace suponer, serán abundantes.
En mi opinión no queda suficientemente demostrado a partir de los mismos elementos empleados en la elección de 2006, ni con los argumentos que pretenden minimizar el efecto de de las prácticas irregulares sobre los resultados de la elección, que pueda descartarse un nuevo fraude electoral, cuyos costos para el país serían incalculables.
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