Durante muchos años, la izquierda ha participado en las elecciones sin asumir en serio las dificultades del camino, las exigencias de una vía a la que considera limitada, casi un mal necesario en una época de cerrazón e intolerancia. Presenta candidatos, programas incluso mejores a los de otras fuerzas, pero en cierta forma su corazón, los sentimientos de muchos militantes, no están puestos en las urnas sino en la aparición redentora de una insurgencia popular y ciudadana capaz de cuestionar desde la raíz los fundamentos de un sistema a todas luces injusto y desigual.
La disputa por el poder, la transición propiamente dicha, consumió más de dos décadas de engorroso gradualismo limitado al ámbito electoral, al acotamiento de los excesos presidencialistas, sin propiciar el cambio de régimen que la obvia crisis de las instituciones y la continua movilización social y ciudadana viene exigiendo. Se fortaleció el pluralismo; otras libertades se ampliaron, pero los derechos sociales –así como las organizaciones que los enarbolan– siguieron erosionándose, en beneficio de la concepción individualista asociada al liberalismo económico.
La autonomía del movimiento social, indispensable para asegurar la defensa de los intereses de la mayoría, fue combatida como una rémora para la expansión autoritaria de la libre empresa que rearticula a su favor la herencia corporativa del pasado pero limita gravemente el derecho de asociación, la autonomía de las organizaciones sociales. El nuevo escenario político, más competitivo y plural, con sus ambigüedades y vacíos, se convirtió en el lugar ideal para amamantar a las nuevas burocracias políticas. La transición devino una especie de estado permanente donde se instaló sobre la legítima voluntad de poder el cálculo oportunista, la impostura, el sacrificio del pluralismo real de los partidos a los intereses en ascenso de sus grupos dirigentes, el olvido de la ciudadanía como el sujeto de la democracia.
Para amplios sectores de la izquierda forjada tras el ascenso y el fraude electoral de 1988, la idea de partido, propuesta para mantener en pie la lucha, jamás se concilió con la diversidad existente entre las fuerzas que impulsaron la gran movilización cardenista, poco proclives a pasar de un frente político muy abierto a una formación centralista y disciplinada bajo una línea común, es decir, a un partido cuya tarea objetiva, su mayor aportación, radicaba en la posibilidad inmediata de romper el monopolio del poder para asentar el pluralismo real y, en esa medida, acelerar la transición hacia la democracia, aunque muchos creyeron ver en los acontecimientos la antesala de una situación revolucionaria en la que sólo faltaba la voluntad de los líderes para sacudir la mata. Bajo esas circunstancias adquiere crédito la noción de partido-movimiento, mediante la cual se plantea salvar los antagonismos mediante una suerte de división del trabajo partidista entre las funciones políticas como la representación en los congresos y ayuntamientos, la elaboración y el diseño del programa, la respuesta cotidiana al pulso político de la República y todas aquellas que tienen que ver con la movilización social en tiempos normales, pero sobre todo en épocas electorales, cuando el aparato resulta lento y a veces una verdadera carga que sólo busca salvarse a sí misma. Los éxitos logrados a través de años de dura confrontación en las urnas y en la vida social mostraron lo obvio: la disputa electoral es una gran tribuna para denunciar los grandes problemas de la sociedad, pero la guerra ilegal emprendida contra la oposición de izquierda (junto a la persecución sistemática de las organizaciones sociales autónomas) agudiza los conflictos internos, favorece la confusión, desdibuja los perfiles propios y al final esparce la duda sobre si la ruta emprendida sirve, realmente, para lograr el objetivo de ganar pacíficamente el poder sin desnaturalizar los principios. La ineficacia de la dirección partidista, el desgate de sus reservas en pleitos internos, la falta de visión para mantener la identidad y la cohesión, tendrán secuelas desastrosas entre una ciudadanía cada vez más distante y dispuesta a creer las falacias difundidas por los medios en nombre de la elite dominante. La izquierda cae cuando es más fuerte y se deja arrebatar la ventaja lograda con base en sacrificios colectivos. Prevalece el impresionismo. No hay balance ni autocrítica, porque no hay un programa contra el cual medir los resultados. En tales circunstancias, la concepción antipartido promovida desde la derecha como el máximo democratismo, cala. La idea de partido desfallece ante el desmadre interno. Los candidatos lo son todo. La desilusión aumenta y las tentaciones de clausurar la opción de las urnas –todavía puntuales– reaparecen en medio del hastío como renuncia a la política.
Por eso, el discurso de Andrés Manuel López Obrador en la plaza del Zócalo tiene un valioso significado. Reivindica la política, define objetivos. Sale al paso del pesimismo reinante (aunque es una lástima que las demás intervenciones de carácter programático no se hayan divulgado en la prensa). Pero hay algo más: allí ha dicho que la vía electoral no es un recurso más en el abanico de tácticas de la izquierda, sino el campo de batalla donde debe dirimirse el cambio de México. La organización que presentó el domingo es admirable, porque ese esfuerzo de implantación territorial (de abajo hacia arriba) sección por sección era el gran pendiente organizativo que el PRD jamás se atrevió a resolver con toda claridad y crudeza, en parte por la abulia de sus jefes, pero también por los prejuicios subsistentes hacia la implantación territorial de “la lucha electorera vs. la lucha de masas”, que no impidió, en cambio, la aparición de las políticas clientelares que aún representan un lastre para el futuro de la izquierda como tal. Si garantizar el cuidado de las casillas para evitarse amargas sorpresas es la tarea primaria de una organización competitiva, es obvio que al avanzar en ese capítulo el movimiento liderado por Andrés Manuel da un paso muy importante para conformar una verdadera corriente nacional, es decir, una opción con presencia y vocación de gobierno en los tres niveles del Estado. Tiene una significación particular que la mayoría de los integrantes de tal organización provengan de comunidades de ciudadanos no contaminadas por las prácticas tóxicas de la politiquería al uso, pero ya no estamos en presencia de un movimiento social en el sentido tradicional y restringido del término, sino que por su origen y sobre todo por sus objetivos se despliega como un movimiento político que eventualmente podría convertirse en un nuevo partido, aunque tal posibilidad hoy le saque roncha incluso a varios de sus simpatizantes. Pero el futuro de esta formación dependerá (aunque mediáticamente les parezca a otros secundario) de su capacidad para articular un programa que concrete el proyecto alternativo de nación, concebido como el punto de encuentro hacia el futuro de la mayoría de los mexicanos que buscan un cambio en la situación.
Y en ese punto crucial, más nos vale que en el anunciado debate sobre la unidad de las izquierdas en los comicios de 2012 se tengan presentes estos temas y no sólo la lotería de los registros. El tiempo corre y se va como el agua. Hay que darse prisa. Esa discusión no puede encasillarse en los plazos dictados por la norma electoral; es la esencia de la política que debe cambiar a México
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