jueves, 4 de febrero de 2010

Desilusiones--Octavio Rodríguez Araujo

Hace unos 40 años, cuando inicié mis cursos sobre partidos políticos en México, un alumno me preguntó para qué los estudiábamos si siempre ganaba el PRI y los demás partidos eran insignificantes. Casi me convenció, pero insistí en impartir el mismo curso pensando que algún día las cosas cambiarían y los partidos serían importantes. Ocurrió y hasta las elecciones, que no tenían sorpresas entonces, comenzaron a ser competitivas y más o menos creíbles.

Con la reforma electoral de 1977 observé que las izquierdas mexicanas tendrían una oportunidad para fortalecerse e incluso convertirse en organizaciones político-electorales de relativa presencia en el país. Pensé que si bien corrían el riesgo de enajenarse al sistema dominante, por las prerrogativas y por las mismas exigencias de la participación electoral, también podrían mantener una relativa autonomía de las reglas de juego impuestas y convertirse en la alternativa legal que tanta falta le hacía a México en su lento y accidentado tránsito a la democracia, tanto política como social.

Aunque las izquierdas con vocación partidaria-electoral se acomodaron a la legislación y concedieron en partes de sus principios políticos e ideológicos, siguieron siendo por unos años una opción muy superior a la que habían representado partidos como el Popular Socialista de Lombardo Toledano. Hasta ahí no había razones sustanciales para abandonar cierto optimismo, pese a que las expresiones radicales cedieron a favor de las moderadas. Bueno, me dije, cualquier partido que quiera ser competitivo electoralmente tiene que correrse al centro, lo suficiente para aumentar los votos a su favor, pues la sociedad es, de alguna manera, como una curva de Gauss o de campana donde el grueso de la población se carga, también en política, hacia el centro y en los extremos quedan los ultraizquierdistas y los ultraderechistas. Es el riesgo de la participación electoral con vocación de triunfo.

Sin embargo, nunca pensé (entonces) que la adopción de posiciones reformistas por parte de las viejas izquierdas llegaría a extremos tales como parecerse a los partidos que criticaban, precisamente por hacerle el juego al sistema, es decir, a los intereses dominantes de la sociedad y de las esferas del poder. Cuando surgió el Frente Democrático Nacional con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia, pensé (y así lo dije) que las izquierdas andaban ya muy mal al apoyar a ex priístas como candidatos.

Más adelante, tal vez convencido por la fuerza de los fenómenos y por la casi desaparición de las organizaciones de izquierda propiamente dichas, es decir, socialistas, me vi obligado a aceptar que los tiempos habían cambiado y que las izquierdas no tendrían que ser socialistas para ser tales ni revolucionarias en la estrategia para ser identificadas como izquierdas. Pensé en todas mis lecturas en contra del reformismo, de las críticas, incluso de mis propias críticas, a los partidos comunistas y su socialdemocratización en los 70 del siglo pasado, y opté por aceptar que quizá estábamos equivocados y que, finalmente, el socialismo como meta era una quimera o algo que deberíamos de redefinir en sus términos. Aclaro que mis pensamientos no tuvieron nada que ver con la caída del Muro de Berlín ni con la desaparición de la Unión Soviética, pues nunca asumí que ésta y sus satélites fueran socialistas; a lo más, como pienso actualmente de Cuba, países de orientación socialista (término que tomo prestado de Wladimir Andreff), que no es poca cosa en estos tiempos.
Con el movimiento que encabezó López Obrador mi ánimo se recuperó del escepticismo y me dije: bueno, no es socialista, pero por lo menos es un fenómeno de oposición al neoliberalismo y a la pérdida de soberanía que los tecnócratas priístas y panistas habían propiciado principalmente desde que Salinas de Gortari fue impuesto como gobernante de México. Ésta es la izquierda que tenemos y hay que apoyarla, razoné y así lo hice. No es la panacea política, me dije, pero ahí está una porción muy importante de la población y, sobre todo, la esperanza de millones de empobrecidos mexicanos. Con lo que no contaba era que esa misma izquierda se iba a comer a sí misma y que el pragmatismo más ramplón y oportunista iba a apoderarse de los partidos que la componían.

Cuando Cuauhtémoc, Porfirio, Ifigenia y otros se separaron del PRI no fue sólo porque quisieran que el primero gobernara, había una crítica muy seria a la dinámica que los neopriístas le habían impuesto al partido y a la nación. Ahora todos vemos que un priísta que dejó de serlo hace una semana puede ser candidato de las izquierdas partidarias existentes, no porque tenga un proyecto distinto a sus correligionarios, sino porque es “popular” (cualquier cosa que esto signifique). Y, peor aún, un panista y, entonces, alianza con él y su partido, después de lo ocurrido durante Fox, el proceso electoral de 2006 y, finalmente (¿será?), con Calderón y los yunquistas empoderados de nuevo después de las metidas de pata del antecesor de César Nava. El argumento es que hay que disminuir el ascenso electoral del PRI, en lugar de aceptar que esta ventaja del tricolor se debió al fracaso del gobierno de Calderón y, ¡lo más grave!, al fracaso de las izquierdas partidarias por recomponerse y replantearse ante la sociedad como una verdadera opción alternativa, aunque no sea socialista.

Después de 40 años de impartir la materia de partidos políticos en México (en la UNAM y otros centros de educación superior donde he dado clases), la abandoné, pues ya no estoy en edad de tener la misma esperanza que tuve a finales de los 60, es decir, la ilusión de que los partidos políticos valieran la pena de ser estudiados. Y las izquierdas menos. ¿A qué tendremos que referirnos ahora cuando hablemos de izquierdas? No lo sé. Tal vez, como tantas cosas, habríamos de reinventarlas. ¿Estoy deprimido y por lo tanto pesimista? Quizá sí.

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