martes, 18 de mayo de 2010

Editorial EL UNIVERSAL --El discurso de odio

Diego Fernández de Cevallos es un personaje controvertido. No habría manera de escribir sobre las dos últimas décadas de historia política mexicana sin hacer referencia a su persona. En su día fue hombre clave para pactar, como líder del Partido Acción Nacional, varios de los acuerdos que hicieron posibles las transiciones, tanto económica como política, de finales de siglo.
Quienes tienen opiniones críticas hacia él son aquellos que le recriminan haber concertado esas reformas con el Partido Revolucionario Institucional. También se le cuestiona por no haber separado su profesión de influyente abogado, y su oficio como legislador y líder de partido.

Como todo personaje público, El Jefe Diego, como lo llaman quienes le respetan dentro de su misma militancia, ha estado sujeto al escrutinio ciudadano. En su caso, quizá en mayor medida por su muy verboso carácter y su frecuente y polémica actuación. Los reflectores que han sido dirigidos hacia su desempeño forman sin duda parte saludable de nuestra cultura democrática.

Sin embargo, algo tiene de mala entraña y pésimo espíritu arrojar todo el instrumental del escrutinio sobre este hombre precisamente en estas horas, cuando aún se desconoce su paradero. Resta dignidad a quien con sus argumentos abusa de esa trágica circunstancia para verter odio, o peor aún, para incitar a la violencia.

La revisión de algunos comentarios que nuestros lectores han dejado en las páginas On Line de EL UNIVERSAL arroja a los periodistas de este medio a enfrentar un evidente dilema ético: por un lado nos felicitamos por administrar un página que goza de la visita de un amplio sector de la población, que todos los días se expresa aquí con libertad y amplitud. Del otro lado asumimos que ningún medio de comunicación que apele a los principios de la libertad y de la democracia puede pasar por alto las amenazas injustificadas contra la dignidad de las personas, los discursos de odio, ni los llamados a la violencia.

Cabe hacer explícito, ante nuestros lectores, este dilema producido por la tensión entre dos valores que nos son preciados: la libertad de expresión y el rechazo a la intolerancia. Estamos concientes de que esta polarización entre tales principios puede resolverse si todos revisamos, con la acuciosidad que la inteligencia reclama, nuestros argumentos y razones. En estos días tan difíciles es cuando mejor debemos recordar que el respeto al dolor ajeno es un axioma fundacional de nuestra humanidad.

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