Los gobiernos recientes han usado el encarcelamiento, o intento de llevarlo a cabo, como medio para hacer su política. Hubo un apresamiento masivo de funcionarios del estado de Michoacán sin que nunca se comprobara algún delito. La mayoría de los detenidos han sido puestos en libertad gradualmente. Un juez con sede en Nayarit facilitó la apariencia legal de esta agresión, ante todo política.
Ahora sucede algo aún más descarado. El gobierno federal teme que el candidato a la gubernatura de Quintana Roo de los partidos de la Revolución Democrática (PRD), del Trabajo (PT) y Convergencia pueda ganar la elección. Además de su efecto directo, esto, junto con la cadena de derrotas electorales del Partido Acción Nacional (PAN), puede dejar a este último con una imagen de tercer lugar.
La Procuraduría General de la República recurrió a un juez del estado de México para solicitar la aprehensión del candidato de la izquierda. Pero, ¡sorpresa!, el juez dijo que no se sostenía ni siquiera la existencia de los delitos de los que se acusaba al candidato, menos aún su responsabilidad.
La Federación, en vez de inconformarse, apelar o demandar amparo contra este acuerdo judicial, solicitó lo mismo y con los mismos argumentos a otro juez. ¡El juez de Nayarit que ya les había facilitado el encierro masivo de funcionarios de Michoacán!
Claro, la Federación dice el clásico “yo no fui”, que no es una cuestión política, etcétera. Es un hecho tan común la mentira, que a veces ya nadie cree de entrada.
Hay otro antecedente. Para tratar de evitar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, el cual llegó a tener 10 por ciento de ventaja en las encuestas, no sólo se dio la guerra sucia, sino que se intentó procesarlo y encarcelarlo para inhabilitarlo como candidato. En esto último, el tiro les salió por la culata. El apoyo en favor de López Obrador aumentó y en el Distrito Federal se produjo la mayor movilización de que se tenga memoria.
Se recurrió al fraude electoral en varias formas, y se impuso al candidato que ya sabemos. Pero ese antecedente, usar el arma del cargo penal contra un candidato, ahí quedó.
Podemos regresar más en la historia. En 1910, Porfirio Díaz, entonces presidente y candidato a su propia y repetida relección, ordenó encarcelar al abanderado opositor Francisco I. Madero. El cargo era haber ofendido al sagrado Presidente en un discurso. A continuación, el enésimo fraude electoral (vaya que si tenemos tradición) y el “triunfo” electoral de Porfirio Díaz, ratificado por el Congreso. Poco después, el ahora famoso 20 de noviembre, dio inició la Revolución Mexicana.
Así que encarcelar a un candidato opositor –o intentarlo– con el propósito de evitar su arribo a la Presidencia de la República o a otro cargo importante, no es muy novedoso que se diga. Tampoco el fraude electoral.
También tuvimos el fraude de 1988, el de la “caída del sistema”, que por arte de magia dio el triunfo a Carlos Salinas. Los resultados que se alcanzaron a hacer públicos en la primera etapa fueron ampliamente favorables a Cuauhtémoc Cárdenas; los de la segunda, después de la “caída”, fueron al revés: no sólo en favor de Salinas, sino con muchas casillas zapato, o sea, con cero votos que no fueran para el candidato del Partido Revolucionario Institucional. Estuve en la revisión de actas en la Cámara de Diputados y recuerdo 29 de San Luis Potosí, todas con la misma letra, un solo firmante, y todos los votos en favor de Salinas. Un fraude muy a la carrera. No es raro que se votara, en el mismo Congreso, que se quemaran las actas.
Una respuesta a estos hábitos ya históricos sólo puede venir de un pueblo organizado. También en 1910 hubo movilizaciones después del fraude. En 2006, vimos y vivimos el campamento desde el Zócalo y a lo largo de Madero, Juárez y Paseo de la Reforma. La respuesta ahora debe ser amplia y categórica, antes y después de las elecciones.
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