“Nos habría gustado negociar con Teresa de Calcuta, pero el que teníamos enfrente era Yasser Arafat.” Eso decían Yitzhak Rabin y Shimon Peres tras el proceso de paz de Oslo, y es razonable suponer que el aludido experimentara un sentimiento análogo al intercambiar saludos con el halcón y la paloma del laborismo sionista. Cuando dos bandos se sitúan en un impasse en el que las victorias y las derrotas absolutas no son posibles, se negocia con quien tiene poder, no con quien se desearía. Este dato ineludible de la realidad acabará por imponerse, tarde o temprano, en la guerra que enfrenta a la oligarquía empresarial mexicana (o, al menos, a sus representantes políticos formales) con los cárteles de la droga.
Aquí también los triunfos absolutos son imposibles, no sólo por la lógica perversa de una prohibición que le pone a lo prohibido la gran oportunidad de hacer negocio y generar valor agregado, sino también porque, a estas alturas, el narco en su conjunto (desde los campesinos amapoleros hasta los banqueros encargados de la lavandería, pasando por matones, gestores, contadores, músicos, edecanes, asesores de imagen y decoradores de interiores) es el sector más dinámico de la economía, uno de los principales generadores de empleos y la segunda o tercera fuente de divisas para el país.
Antes de emprender esta guerra, el grupo en el poder habría debido atenuar la pavorosa situación económica que afecta a la mayoría de la población y que a estas horas se estará diciendo: “¿Ingresar a la Unión Europea? Sí, Chucha”. Habría debido, además, incidir de alguna manera en la inveterada y crecedera práctica de gobernar en la ilegalidad: dar la vuelta a artículos constitucionales, torcer códigos, interpretar reglamentos a capricho faccioso (miren nada más la escandalosa impunidad de un poder delictivo que hoy festeja el cuarto aniversario de sus atrocidades en Atenco).
Pero no lo hizo, y ya estamos en donde estamos. Ahora no hay forma de que las estrategias oficiales en curso logren erradicar la delincuencia organizada y ni siquiera meterla en cintura o, cuando menos, hacerla menos visible. No, a menos que se recurra a acciones de guerra próximas al genocidio y se opte por el bombardeo de municipios enteros. En público o en secreto, este gobierno o cualquiera que lo suceda tendrá que negociar con los capos de la droga, los de hoy o los de pasado mañana.
Más allá de juicios morales y de las chulerías verbales que caracterizan a Calderón y a Gómez Mont, sólo queda una de dos: o gobernantes y mafiosos (los primeros juran que hay diferencia) se ponen de acuerdo para una nueva convivencia en la ilegalidad, o se ponen de acuerdo para abolir la prohibición, como hizo el poder público estadunidense con los capos de la mafia al derogar la ley seca: Las Vegas a cambio de los barrios de Chicago.
La propuesta de despenalizar la producción, el comercio y el consumo de sustancias sicotrópicas fue audaz en su momento. Hoy es simplemente realista. Pero quitarle al narco la condición central de su negocio sin procurar en paralelo una reconversión de esa rama económica, enfrentada de golpe a su defunción, generaría una respuesta que haría parecer de peluche la actual guerra calderónica. La súbita ausencia de decenas de miles de millones de dólares en los circuitos financieros de Estados Unidos, Europa, Asia y América Latina, daría lugar a una crisis económica que colocaría a la que todavía padecemos en el sitial de “catarrito” que quiso darle el glorioso doctor Carstens. Tener a miles (¿o decenas, o centenas de miles?) de sicarios sueltos, descontrolados y desempleados conllevaría un auge horrendo de otras especialidades delictivas.
Tarde o temprano, en público o en secreto, se sentarán a negociar, ya sea para coincidir en un pacto de ilegalidad renovado o para coexistir en una nueva legalidad. Muchos preferiríamos el pragmatismo de lo segundo a la hipocresía de lo primero. Pero, sobre todo, querríamos que se pusieran de acuerdo de una vez por todas en sus asuntos de poder y de dinero (en el fondo no hay otros) y que dejaran de llevarse entre las patas a la población inocente.
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