domingo, 31 de octubre de 2010

Asociaciones público privadas-- Arnaldo Córdova


Entre 1917 y 1960 se fue estableciendo, mediante diferentes reformas al artículo 27 de la Carta Magna, un sistema cada vez más acabado de división del trabajo entre los sectores público y privado (incluido para ese solo efecto el social) de la economía, por el cual ciertos rubros quedaron reservados a la nación (petróleo y demás hidrocarburos, petroquímica básica, minerales radioactivos, electricidad, incluida la energía nuclear, y otras que las leyes iban a señalar) y el resto se dejó a la iniciativa privada (y a la acción de los entes colectivos titulares de la propiedad social). La razón de reservar esos rubros a la nación fue su utilización por parte del Estado para beneficio general y el evitar que los recursos materia de esas explotaciones fueran presa de la depredación privada.

El esquema constitucional funcionó. Con muchas imperfecciones y abundancia de pillajes, latrocinios y corruptelas, pero funcionó hasta los años setenta del siglo pasado. Siempre hubo la percepción en ese mismo esquema constitucional de desarrollo económico que si se dejaba asociar a entidades privadas a las empresas paraestatales encargadas de la explotación de los recursos nacionales, el resultado no podría ser otro que la depredación de tales recursos y la quiebra del mismo esquema constitucional. Que el Estado, como representante de la nación y a través de sus entidades paraestatales, se encargara exclusivamente de la gestión de aquellos recursos tenía un objetivo conservacionista y protector del patrimonio nacional. Asociarse con privados para ese propósito era negar los mismos fines que quedaban inscritos en la Constitución.

En la época de Alemán (1946-1952) hubo un intento, por fortuna fallido, de instaurar esa dañina asociación, mediante la creación de lo que se llamó contratos de riesgo, que permitían a los privados participar en las explotaciones petroleras. Las fuerzas progresistas pararon el golpe y no volvieron a darse intentos por dejar entrometerse a los privados en las explotaciones nacionales. Eso marchó hasta la época de López Portillo, cuando, aprovechando el auge petrolero se permitió que las entidades privadas realizaran trabajos para Pemex bajo la mascarada de simples servicios. Y las puertas siguieron abriéndose en adelante.

Desde De la Madrid los presidentes han intentado de mil maneras asociar a los privados, cada vez más prósperos y potentes, a las empresas nacionales, alegando siempre la falta de capital y, en no pocas ocasiones, la carencia de tecnología adecuada. Hasta los tiempos de Salinas había numerosas empresas que el Estado administraba y cuya función no era la de explotar los recursos naturales. Todas esas empresas fueron vendidas a los privados. Pero siempre se tuvo en la mira el objetivo de asociar a los monopolios privados para que hicieran su agosto. De cualquier forma lo que en los años cincuenta se llamó contratismo proliferó de muchísimos modos y siempre fue un modo de entregar el aprovechamiento de los recursos naturales a los privados.

En todo ese trayecto, nunca se pensó hasta ahora, que la empresa privada pudiera asociarse al Estado en todo lo que tiene que ver con el gasto en obra pública, vale decir, la infraestructura que es base del funcionamiento de la administración pública federal y su servicio a la sociedad, incluidos carreteras, escuelas, hospitales, cárceles ni, mucho menos, se pensó en asociar a los privados en la obra de infraestructura en electricidad. Fue Calderón quien envió una iniciativa de ley al Senado sobre Asociaciones Público Privadas el 4 de noviembre del 2009 en la que propone todo eso. El viejo contratismo asociado a las paraestatales ahora se vuelve contratismo para toda la administración pública federal. El argumento es siempre el mismo: amasar una mayor cantidad de recursos, porque el Estado carece de ellos. El argumento es falaz a más no poder.

Que al gasto en obra pública (o infraestructura, como se quiera) que, además, está presupuestado, se agregue la iniciativa privada asociada no puede tener otro objetivo que hacerla partícipe de los recursos de ese mismo gasto. La iniciativa de Calderón no sólo abre a los privados todos los rubros mencionados, sino que, encima, propone financiar las obras a cargo de privados y darles concesiones en su administración hasta por cuarenta años. Convertir el gasto en obra pública en botín de privados es lo que busca el gobierno panista, con toda la cauda de corruptelas, fraudes y robos al erario público, y no se ve cómo se le puede hacer pasar como una palanca del desarrollo, como sugiere la iniciativa.

Los senadores le modificaron 32 artículos y le agregaron dos más al cuerpo de ley para circunscribir sus efectos sólo a obra nueva e impedir que los privados se hicieran de la infraestructura ya existente; se propone también que en materia de expropiaciones de terrenos, como las contempla la iniciativa, se respeten las disposiciones de la legislación agraria; se trata de limitar, además, la participación privada en materia de seguridad. Pero esas modificaciones no cambian el sentido privatizador de la iniciativa que, en abierto desafío a la letra del artículo 27 constitucional, entrega al contratismo privado la generación de energía eléctrica (que, como se ha informado, ya supera la que efectúa la CFE).

La iniciativa dice fundarse en los artículos 25 y 134 de la Carta Magna. Viendo con atención su texto no hay por dónde pueda justificarse y legitimarse esa pretendida fundamentación. El 25 dice que al desarrollo económico concurrirán los sectores público, social y privado; pero no habla de asociar ni mucho menos concesionar los servicios de la administración pública a los privados. El 134 habla de licitaciones para contratar con los privados; pero resulta que la iniciativa propone que se otorguen contratos o concesiones sin licitación ninguna.

El senador Francisco Labastida dijo en alguna ocasión que la iniciativa de Calderón era el proyecto más desmantelador del sector público que él recordara en más de 48 años de servir al sector público. Debió haberla rechazado, pero sólo se hizo cargo de introducir modificaciones que no cambian en nada la tendencia privatizadora del proyecto. Desde Salinas los priístas han sido siempre proclives a convertir al Estado en simple gestor y administrador de contratos a desarrollar por el sector privado. Fue, por si faltara algo, un priísta el que se convirtió en uno de los impulsores del mismo proyecto, el senador Eloy Cantú, presidente de la Comisión de Comercio.

El cinismo de los priístas sólo tiene su par en el de los panistas, aunque éstos han mostrado ser depredadores más silvestres y primitivos. Ambos tienen ya muy bien arraigada la concepción de que gobernar un país como éste quiere decir hacer buenos y jugosos negocios. Los principales gestores de los intereses privados en ambas Cámaras del Congreso son priístas (como los personeros de las televisoras) y cuando se trata de hacer del gobierno un medio para enriquecerse se llevan la mano. Si tanto espantaba la iniciativa a Labastida, la pregunta es, ¿por qué no hizo nada para pararla o congelarla? Obvio, porque le gusta hacerse tonto.

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