En los primeros días de su régimen, Salinas requería con urgencia de la legitimidad que las urnas le negaron y fue a buscarla hasta Ciudad Madero, a la casa de La Quina. Con el golpe al líder petrolero charro mató tres pájaros de un tiro: exhibió algo que parecía disposición a acabar con los inveterados cacicazgos sindicales, se hizo con el control de ése y de otros sindicatos por medio de la imposición de líderes igual de corruptos que los anteriores pero que le eran incondicionales y cobró venganza por el respaldo electoral de los petroleros a Cuauhtémoc Cárdenas, ganador de los comicios presidenciales de julio de 1988.
Seis años después, la presidencia enclenque de Zedillo se vio enfrentada a un imperativo similar. Su antecesor había dejado la economía en ruinas y un reguero de sangre: cientos de perredistas asesinados, además de los homicidios de priístas de primera línea cuya responsabilidad, ante la incapacidad o la falta de voluntad del salinato para investigarlos, fue atribuida por la opinión pública al propio jefe del régimen. El actual empleado de trasnacionales gringas ganó la elección de 1994 en la literalidad legal, pero con el aplastante apoyo propagandístico y corruptor de la Presidencia, y fue percibido como pelele. Para darse un margen de maniobra y una mínima credibilidad, Zedillo tenía que meter al bote a un delincuente que se apellidara Salinas, y así lo hizo con el más vulnerable de la familia. Mediante el atraco del Fobaproa, el graduado de Yale inició la legalización de la corrupción oficial –transparencia, le dicen ahora–, despedazó la economía y encabezó un sexenio cruento, caracterizado por el restreno nacional de la contrainsurgencia y por las masacres de campesinos, de Aguas Blancas a Acteal.
A pesar de ese saldo negro, que exigía la imputación de responsabilidades penales contra el equipo gubernamental del zedillato, Fox se abstuvo de emprender acciones en este sentido, no porque no fueran procedentes, sino porque no las necesitaba: empezó su gobierno parado sobre un sólido bono democrático, como efecto de la alternancia presidencial entre logotipos y colores distintos, y perdonó incluso a los perpetradores del Pemexgate. En sus primeros cuatro años, el de las botas reprimió con discreción, aunque en 2005 y 2006 el gobierno cometió atrocidades dignas de causa penal en Lázaro Cárdenas, Texcoco-Acteal y Oaxaca. La economía fue sometida a un intenso maquillaje que le permitió una aprobación de panzazo, pero la sociedad se sintió agraviada por el intenso enriquecimiento de la esposa y de los hijastros, con el telón de fondo de la desaparición de 75 mil millones de dólares producto de los excedentes petroleros (hasta la fecha, nadie ha sabido explicar con precisión adónde fueron a parar y, en consecuencia, se aceptan sospechas).
De Calderón se esperaba que actuara penalmente contra los parientes de Fox, no sólo porque había suficientes indicios para ello, sino también por el menguadísimo margen político de su gestión usurpadora. Pero esa misma debilidad impidió al michoacano un ejercicio de deslinde: carecía (carece) de apoyos sólidos fuera de la oligarquía que lo impuso, y de la que su antecesor forma parte; por añadidura, Calderón sabe perfectamente que cualquier gesto de abierta hostilidad contra Fox se le revertiría en la forma de una campechana confesión sobre manejos electorales turbios, urdidos desde el poder, para poner en la Presidencia a quien no ganó los comicios de 2006. Así las cosas, e imposibilitado para gobernar, hubo de conformarse con desgobernar, y en ese afán se inventó, para probar su audacia ante el público, una gesta heroica contra la delincuencia organizada, enemigo difuso y confuso que, en última instancia, forma parte de la oligarquía dominante, vía lavado de fortunas. La lucha ha sido muy sangrienta, pero inútil, y en su transcurso se ha perdido lo que quedaba de seguridad pública, estado de derecho, certeza jurídica y normalidad institucional. Y qué decir de las transparentes raterías cometidas día a día por el grupo mediático-político-empresarial que controla las instituciones o de una situación económica que ya no responde ni con inversiones millonarias en maquillaje y publicidad.
Con tales saldos de desastre, Calderón debe tener suficientes motivos de inquietud con el tema de la sucesión y de su futuro en general. Ahora, ante la caída electoral de su partido, le toca negociar su impunidad con algún político priísta inventado por la televisión o con un bateador emergente emanado del gatopardismo camachucho y, lo más complicado, lograr que cualquiera de esos gane unos comicios impolutos. Más difícil es irse que llegar. ¿Y si estuviera acariciando la posibilidad de quedarse?
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