La depredación en los ingresos de la mayoría de los mexicanos ha sido más que severa. Año con año, desde hace ya alrededor de 30, los trabajadores del país han perdido calidad en sus niveles de vida acostumbrados. Clases medias y demás pobladores de los estratos económicos inferiores de la sociedad han sufrido las consecuencias de la severa y prolongada época económica, política, social y cultural decadente, capitaneada por el ensamblado dúo de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN). La sociedad no ha conseguido detener –ellos, sus representantes y organizaciones de defensa– la vertical caída en sus niveles de bienestar, menos aún renovar, con fundamento, sus aspiraciones de progreso. Tampoco les ha sido otorgada, desde el poder establecido, tregua alguna en sus luchas por sobreponerse a los muchos avatares que los aquejan. Promesas han ido y venido frente a sus desconcertadas miradas sin que puedan otear, con un mínimo de certezas inherentes, mejores días para sus oportunidades de desarrollo.
Tres administraciones priístas y dos panistas han ejecutado sus mejores malabares discursivos frente al electorado que los eligió, al menos según la distorsionada versión oficial de la legalidad en las urnas. Durante este ingrato y hasta cruento periodo se invirtió, en forma drástica, el lento pero consistente reparto anterior de la riqueza producida. Los rumbos derivados del modelo de gobierno adoptados por el oficialismo han terminado, de manera consistente, por contrariar los intereses populares. El deterioro en la apropiación de una tajada del ingreso que fuera justo para las masas ha sido, desde la llegada de los neoliberales al poder, no sólo continuo, sino degradado por el rampante cinismo con que encubren los de arriba. El desencanto hoy es, qué duda cabe, mayúsculo y creciente entre las densas, angustiadas capas poblacionales afectadas por tan maligno tratamiento. Es por ello que sorprende, ante la creciente alarma que cunde entre los mexicanos, el sesgo, consciente o inducido desde el poder, sobre las causales que han llevado al presente estado negativo del ánimo colectivo. En medio de todo ello nadie parece hacerse cargo de tan trepidante realidad: una en la que unos cuantos se posesionan de inmensa cantidad de los bienes producidos por la sociedad en su conjunto. Parece que el juego ensayado trata, a toda costa, de esquivar la inevitable responsabilidad.
¿Quiénes son los verdaderos culpables de la decadencia que padece la nación? Esta pregunta es pertinente hacerla una y otra vez, porque, al parecer, el epicentro de la respuesta, ya trasmutada en un sinfín de tragedias cotidianas, se ha ido desvaneciendo, forzadamente, con el paso del tiempo. Peor aún, tal núcleo de responsabilidades se pretende fijar sobre los transgresores a la ley o, también, asentarlo entre aquellos que tratan de modificar los rituales perversos y las fórmulas establecidas para la explotación. Es por ello que se requiere aclarar, de nueva cuenta y de manera explícita, tanto los orígenes como los autores de la serie, al parecer inacabable, de crisis que se han cebado, en franca cascada, sobre los mexicanos de a pie. Sin temor o falsos pruritos hay que apuntar hacia aquellos que han salido beneficiados en exceso en el reparto de la riqueza producida. Una elite variopinta, pero cada vez más compacta y rodeada de privilegios, que ha ido ordenando, sin tregua ni descanso, la puesta en marcha de una serie de reformas, llamadas estructurales, que fuerzan la transferencia del reparto (PIB) desde los más hacia los menos. Hombres y mujeres situados en los elevadísimos estratos de ingresos que, de repente y con desparpajo inusitado, hasta se sienten víctimas propiciatorias de la violencia desatada y huyen del país. Un fenómeno delirante, incomprensible desde la visión de los realmente afectados, que se ha despeñado desde las cúspides del poder y atenaza a los desamparados de siempre.
Los siguientes datos son ejemplares: en 1980 el reparto del total del ingreso (PIB) entre el capital y el trabajo era de 60 por ciento al primero y 40 por ciento al segundo. En 2008, el reparto de la riqueza apuntó una ganancia neta, desproporcionada desde cualquier punto de vista humano, en favor del capital. En estos aciagos días de modernidad y congojas, apenas 30 por ciento se le asigna al trabajo y el resto, una enorme tajada que llega hasta 70 por ciento, se la apropia el capital. Es decir, el capital se embolsó 10 por ciento adicional del PIB sólo en ese año de quiebres. Eso equivale a 1.3 billones de pesos contantes y sonantes transferidos desde los trabajadores hacia el capital. Los dos restantes años (hasta 2010) sin duda la cantidad en fuga fue todavía mayor. Una riqueza que ha migrado, forzadamente, de las callosas, resecas y desprovistas manos de la colectividad, hacia las privilegiadas, sedosas, bien labradas y aceitadas manos de unos cuantos miles de mexicanos situados en la cúspide de la pirámide de ingresos.
Desde esta perspectiva se entienden mejor las conclusiones a que llega el estudio de la OIT recién publicado. En él, dicha organización descubre la pérdida de valor experimentada por los salarios medios en casi todo el planeta con sus conocidas excepciones (Argentina, Brasil, China). México, en lo particular, es un caso extremo por los impactos negativos que los salarios medios han sufrido: cayeron 5 por ciento en 2009. Aquí el salario mínimo también es de los más bajos, incluso menor que el de Haití. De esta dura y hasta perversa situación se pueden adjudicar y repartir responsabilidades sin temor a ser injustos o aventurados. Los ejemplos de abusos con los haberes públicos y con la riqueza producida son muchos, distinguibles a simple vista. Sólo falta un cacho de rabia para identificar y hasta castigar, con votos o falta de respeto, a esos que se dicen salvadores de la patria.
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