El triunfo de Dilma Rousseff frente al opositor José Serra en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales realizada ayer en Brasil constituye un factor de estabilidad y continuidad para ese país y para el resto del subcontinente, en la medida en que augura la continuidad, por un cuatrienio, de las atinadas políticas económica, social y exterior desarrolladas durante los dos mandatos de Luiz Inacio Lula da Silva.
En materia social, Brasil ha logrado, en los pasados ocho años, reducir la pobreza y la desigualdad y ha experimentado un crecimiento sostenido de su clase media; en lo económico, la nación sudamericana consiguió superar la nefasta dependencia con respecto al Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ha tenido un crecimiento sostenido y fue capaz de enfrentar, con un costo interno mínimo, la crisis mundial que se desencadenó a fines de 2008. En el ámbito internacional, Brasilia ha confirmado y consolidado su condición de potencia emergente, ha desarrollado vínculos políticos y sociales con otras naciones de esa misma categoría y ejerce, hoy en día, un liderazgo regional indiscutido que, en buena medida, es contrapeso a los nunca superados afanes injerencistas de Estados Unidos en América Latina.
Dilma Rousseff basó su campaña electoral en la promesa de continuar con los lineamientos gubernamentales referidos y su triunfo sobre el aspirante presidencial de la derecha es, en consecuencia, una buena noticia. Está por verse, sin embargo, si la ex militante de izquierda radical y ex funcionaria en el gobierno de Lula será capaz de suplir la figura de éste y de construirse una autoridad moral propia que permita dar continuidad a lo realizado, desde el gobierno, por el antiguo obrero metalúrgico. Cabe esperar, por el bien de Brasil, que la virtual presidenta electa logre llevar a término su administración con un éxito semejante al conseguido por el presidente saliente.
Para la región, la ratificación en las urnas del proyecto gubernamental brasileño es un factor de alivio, en la medida en que el campo de la integración soberana y progresista de América Latina acaba de perder a una de sus figuras políticas fundamentales –la del ex presidente argentino Néstor Kirchner– y se ha visto debilitado por el reciente triunfo de la derecha en Chile.
Por lo que hace a México, la presidencia de Lula y el proceso de sucesión presidencial en curso en Brasil constituyen una conciencia dolorosa de lo que se puede lograr y de lo no se ha hecho en el país, agobiado por el empecinamiento gubernamental en una política económica depredadora, en medidas que ahondan la desigualdad, en actitudes de gobierno que ignoran al conjunto de la población y en una constante abdicación al ejercicio de la soberanía nacional y una supeditación creciente a Estados Unidos y Europa occidental.
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