MÉXICO, D.F. (Proceso).- Según Felipe Calderón, lleva el sexenio cazando cucarachas. Como lo dijo en un discurso reciente, la labor de su gobierno vis a vis el crimen organizado ha sido como entrar “a una casa desconocida, una casa nueva, y (…) ver por ahí cucarachas corriendo por un rincón y metiéndose por un agujero en la pared y al levantar el tapiz o la duela de esa pared, lo que se encuentra es que está infectado de esos animales y esas plagas”. En su propia percepción, el presidente ha pasado los últimos cinco años destapando el agujero, despegando el tapiz, quitando la duela. Reconstruyendo y saneando, dice. Pero al mismo tiempo afirma que el crimen organizado ha permeado la política y contaminado los procesos electorales. El cazador de cucarachas admite que en lugar de eliminarlas, ha contribuido a su expansión.
Indicador tras indicador lo demuestran. La estrategia de seguridad del gobierno federal no está funcionando. Sus cuatro objetivos –fortalecer las instituciones de procuración de justicia, reducir el consumo, debilitar a las instituciones criminales y liberar espacios públicos del control criminal– no han sido alcanzados. Más aún, las últimas dos metas han terminado por ser incompatibles entre sí. Como lo demuestra un estudio reciente del especialista Eduardo Guerrero, aunque el gobierno logra dividir a las organizaciones más grandes, un regreso al statu quo ante –con el predominio de dos cárteles dominantes– es el resultado potencial de la política federal. El esfuerzo de fumigación de cucarachas no las debilita; al contrario.
Un tema debatido es si existe una relación causal entre la cruzada del gobierno contra el crimen –mediante el arresto de los principales capos– y la epidemia de inseguridad que asuela al país. Y según Eduardo Guerrero esa relación existe: en 78.5% de 28 casos seleccionados por su estudio, la violencia en determinada región aumenta cuando se aplasta la cabeza de la cucaracha que es líder allí. En vez de disminuir, la violencia suele escalar. Un buen número de acciones gubernamentales, incluyendo la confiscación de ciertas drogas, la erradicación de ciertos cultivos, el arresto de ciertos criminales, incrementa la violencia a nivel municipal.
Por otro lado, el presidente presume el número de arrestos de criminales de alto perfil llevados a cabo en su administración. Eso –argumenta– reduce la amenaza que el narcotráfico crea para la seguridad nacional. Según la visión calderonista, la fragmentación de los cárteles reduce su peligrosidad. Pero no queda claro que el mercado trasnacional de estupefacientes hoy se encuentre menos concentrado que al principio del sexenio. Un solo gran grupo tiene el control hegemónico sobre cada una de las rutas principales: el cártel del Pacífico y Los Zetas. Claramente ambos constituyen una amenaza para la seguridad nacional pero –paradójicamente– su división podría exacerbar la violencia y el crimen en amplias franjas del territorio mexicano.
Las operaciones conjuntas entre la Sedena, la Marina y la Policía Federal ofrecen un panorama igualmente preocupante. Durante 2007-2008, siete operaciones de este tipo fueron llevadas a cabo y los resultados no han sido positivos. El despliegue de fuerzas federales ayuda a las autoridades locales a eludir su responsabilidad. Y peor aún: en términos de percepción pública, coloca toda la culpa sobre el aumento de la violencia sobre los hombros del gobierno federal. Aun en estados como Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas –sitios donde se instrumentaron operativos conjuntos– el PRI gana y retiene el poder, a pesar de los esfuerzos del gobierno federal.
Quizás en reacción a una política cada vez más contraproducente, la estrategia de combate al narcotráfico ha experimentado un viraje en el último año. El objetivo parecería ser –según Guerrero– centrar menos la atención en la captura de los cabecillas y más en las organizaciones de alta peligrosidad. De allí que Los Zetas se hayan convertido en las cucarachas más perseguidas, más acosadas, más asediadas. El equipo calderonista no ha admitido este reposicionamiento públicamente, porque entrañaría reconocer que el enfoque anterior –atacar a todos los cárteles al mismo tiempo– había sido erróneo. A pesar de todo lo que el gobierno federal hace y dice, la producción y la comercialización de las drogas sigue aumentando, genera ganancias entre 19 mil y 29 mil millones de dólares, y ya puede observarse la ampliación de consumo en territorio mexicano. El agujero que Felipe Calderón encontró en la pared crece y la plaga dentro de él también.
Y por ello, por primera vez en lo que va del sexenio, en las encuestas los mexicanos colocan la inseguridad por encima de los temas económicos. Según el estudio más reciente llevado a cabo por Buendía y Laredo, 56% de la población piensa que el país es menos seguro debido a la estrategia gubernamental y 42% cree que narcotraficantes están ganando, 89% de la población tiene poca o ninguna confianza en la policía local y 75% tiene poca o ninguna confianza en la policía federal.
Es en este contexto que Felipe Calderón pronuncia un controvertido discurso en el cual advierte que las contiendas electorales podrían ser una nueva veta para los empresarios del crimen. Sugiere que pretenden corromper a las instituciones e infiltrar las elecciones. Augura la simbiosis del Estado criminal y el Estado constitucional. Pero si el presidente hace esos pronunciamientos como parte de una lógica electoral, que busca desacreditar al PRI, el esfuerzo se le revierte. Señala con el dedo índice a quienes ensuciaron el cuarto, cavaron el hoyo, protegieron a las cucarachas y son responsables de su presencia. Pero el señalamiento presidencial es también una admisión de derrota. Calderón se erigió a sí mismo en cazador de cucarachas, y al final de su sexenio todo indica que ha sido responsable de su multiplicación.
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