Tomo el título del poema de Jaime Sabines para tratar la cuestión del amor en los actos de gobierno y la política. El asunto ha sido abordado de variadas formas a raíz de que Andrés Manuel López Obrador diera a conocer, en estas páginas, su propuesta Fundamentos para una república amorosa (La Jornada, 6 de diciembre).
En el sector de lopezobradoristas que han apoyado irrestrictamente al personaje desde su campaña presidencial de 2006, la nueva propuesta del candidato de la izquierda electoral para los comicios del año entrante ha sido vista desde distintas perspectivas. Para unos se trata de un lema electoral que es necesario en un ambiente caracterizado por la violencia, argumentan que el recurso discursivo amoroso es imprescindible porque mucha gente necesita escuchar algo distinto a la realidad que la flagela.
Para otros y otras, dentro del amplio abanico del movimiento que encabeza López Obrador, el asunto del amor como motor para la acción política necesariamente tiene que ir más allá de lo meramente discursivo. Es más una reconstrucción ética, que nace de convicciones morales abrevadas en muchas fuentes. A varias de éstas se refirió Andrés Manuel (las llama reservas morales) en el artículo antes citado. La fuente a que más recurrió en su escrito es la Cartilla moral de Alfonso Reyes.
El mayor helenista mexicano dice en su pequeña obra, publicada en 1944, que el ser humano “debe educarse para el bien. Esta educación, y las doctrinas en que ella se inspira constituyen la moral o ética […] Todas las religiones contienen también un cuerpo de preceptos morales, que coinciden en lo esencial. La moral de los pueblos civilizados está toda contenida en el cristianismo”. Reyes replica lo que varios autores del siglo XIX mexicano intentaron al redactar catecismos cívicos y/o políticos, contribuir a formar ciudadanos virtuosos, que a su vez con su virtuosidad contribuyesen a crear un entorno social más hospitalario para todos.
En las trincheras opuestas a todo lo que sea y signifique Andrés Manuel López Obrador, la propuesta de la república amorosa está dando para todo tipo de acerbas críticas. Algunas de ellas demandan mayor sustancia programática sobre cómo tomaría forma lo amoroso en el contexto de permanente enfrentamiento entre las elites de los distintos partidos políticos. Otros críticos más lo han tomado a chunga, y lanzan mordaces bromas contra López Obrador y quienes adoptan el discurso fraternal.
Es importante discutir, razonar, dialogar acerca del amor y su papel en la construcción de nuevos y mejores horizontes para el gobierno y los ciudadanos. Ya en lo que el tema tiene de pertinente históricamente dentro de las fuerzas de izquierda ha sido referido ayer en estas páginas por Luis Hernández Navarro (El amor en campaña). Es un grave error banalizar el asunto, pero también lo es romantizarlo sin caer en cuenta que el amor tiene sus entretelones, y que no son fáciles de abrir.
Concuerdo con la propuesta de López Obrador sobre la urgencia de que el país se funde sobre bases firmes, una de ellas la honestidad. Si la honestidad ciudadana, y sobre todo de sus gobernantes, resulta de fuertes convicciones morales, el fruto es bueno para todos y todas. Pero corresponde a las instituciones del Estado crear los marcos legales y las instancias que hagan realidad su cumplimiento por aquellos que buscan, y se organizan, para evadir el acatamiento de normas necesarias para salvaguardar la armonía social. Uno de los pendientes en una real transición democrática es la penalización a los altos grados de deshonestidad de las elites políticas. Si la persuasión moral no es suficiente para hacer que se conduzcan honestamente en sus muy bien remunerados puestos gubernamentales, que sean los inescapables efectos de las leyes y su inmediata aplicación los que sirvan como diques a su voracidad. A escala lo mismo debe ser cierto para ciudadanos que vulneran el bienestar de otros ciudadanos.
La otra base sobre la que desea edificar Andrés Manuel la república amorosa es la justicia. En nuestro país campea la injusticia, y una gran parte de ella es resultado histórico de la maquinaria gubernamental en sus distintos niveles. Cuando desde las instancias oficiales de procuración de justicia se fabrican horrores ilegales y penales, cuando el encubrimiento político de la corrupción galopante se mediatiza y deja pasar por correligionarios del corrupto en turno (para no dar armas a los enemigos), cuando desde el poder se deja el mensaje a la sociedad de que lo cotidiano es la impunidad, no nos espantemos de que en buena parte de esa sociedad haya aventajados discípulos de esos connotados maestros. Es inaplazable que las instituciones del Estado mexicano se reorienten para caminar por el sendero de la justicia.
Un programa político y de gobierno hace bien al manifestar que busca implantar la honestidad y la justicia como características esenciales de su funcionamiento interno, a la vez que sean puentes para su trato con los ciudadanos. El otro elemento de la triada que busca implantar Andrés Manuel López Obrador en la conciencia del país es el amor. Aquí entramos en terrenos más difíciles, en tierras que competen al fuero interno de cada quien. No se puede amar por decreto de nadie, hace falta un proceso personal (aunque no individualista) para decidir reorientar la vida y ponerla al servicio de los demás.
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