La noche anterior a nuestra partida de Pyongyang hacia Javarosk, en el más lejano oriente de la desaparecida Unión Soviética, nos despidieron con una cena ofrecida en un discreto restaurante, invisible para el resto de la ciudadanía, cena a la que formalmente nos invitaba una alta representante del partido, cuyo nombre he olvidado. Ella era, nos advierte el guía e intérprete, una de las pocas sobrevivientes de las batallas históricas de Kim Sung-il desde antes de que el país se viera arrastrado a las guerras sucesivas contra los japoneses y los estadunidenses. Es una deferencia que agradecemos. Al final del convivio, la camarada X alzó la copa y brindó en tono de arenga: Por el sol que está naciendo.
El ascenso de Kim Jong-il, el querido dirigente, escrito en piedra, era cosa de tiempo; todo en el país funcionaba para aceitar la sucesión sin sobresaltos. En las anchas y solitarias avenidas de la capital se veían grandes murales del hijo junto al padre en poses heroicas, queriendo prolongar al infinito la épica de la nación fundida con la genética del Gran Líder. Cierto es que ningún coreano habría podido responder satisfactoriamente a la hipotética interrogante de por qué un joven sin experiencia se elegía entre otros revolucionarios probados para suceder al presidente. Ya nos lo habíamos preguntado al imaginar qué pensarían aquellos adustos jefes militares cargados de condecoraciones que ocupaban las primeras filas en los actos de masas. O esos otros dirigentes con la edad y la trayectoria para ocupar, si tal cosa fuera imaginable, el gran vacío que dejaría el presidente y fundador del Estado. ¿No tendrían también algo que decir? ¿Se trataba sólo de un capricho personal del Gran Líder para fundar una dinastía, es decir, de un cálculo político mediante el cual se renunciaba explícitamente a los principios revolucionarios para fundar una variante del más puro despotismo oriental, capaz de sobrevivir al aislamiento y a cualquier amenaza exterior al borde del milenio? Las respuestas elaboradas por los analistas sobran, pero al parecer no aciertan en los pronósticos.
Un cuarto de siglo después, un nuevo sol, mucho más opaco y marginal, se instala en el firmamento. Como sea, el país sobrevivió a sus líderes, a la hambruna, a la represión panóptica y a las presiones para obligarlo a la desnuclearización. Dice un experto con cierta amargura: La mala suerte de Corea del Norte es que, a pesar de su incompetencia, Kim Jong-il parece haber logrado legar la dinastía que heredó a su hijo menor, Kim Jong-un. Unos ponen toda la atención en la dimensión geoestratégica del asunto coreano, en particular por su cercanía a China –que es el único Estado atento a la especificidad coreana que sí se toma muy en serio–, pero hay un cúmulo de investigaciones que buscan explicarse la excepcionalidad de la dictadura coreana a partir de las aplicaciones de la sicología. Por ejemplo, Jerrold Post, siquiatra al servicio de la CIA, define el reinado de Kim Jong-il en virtud de las características esenciales del trastorno de personalidad más peligroso: narcisismo maligno. Y no es el único. Miles de páginas se han escrito para describir los detalles de las extravagantes aficiones, fobias y obsesiones del fallecido Kim Jong-il. Esas informaciones, generalmente tomadas de un viejo anecdotario cuya veracidad es imposible de comprobar, encajan, aunque en sentido opuesto, en el patrón de perfección creado por Pyongyang para deificar a su dinastía gobernante. Pero al final, aun siendo verosímiles, no alcanzan para destacar hasta qué grado la sobrevivencia del régimen es el resultado de la sistemática enajenación de las masas en favor del poder, alimentada por la visión patriótica de una nación que se sabe parte del botín de las potencias en el reparto del mundo.
Se ha repetido que Pyongyang imita a Stalin y a Mao, tomando para sí el culto a la personalidad, lo cual es cierto; pero dicha visión se queda corta si no es capaz de reconocer hasta qué grado los sujetos de culto coreanos son verdaderos dioses, no simples mortales. En un país pobre y atrasado, dividido, humillado por sus poderosos vecinos, la idea zuché, que es el cimiento de la ideología de Estado, no deja de ser una forma de teleología antroprocéntrica (el hombre como dueño de la naturaleza), que en el orden social se traduce en una variante extrema del estaliniano socialismo en un solo país (con el líder a la cabeza), convertido en una fórmula universal, unida por infinidad de lazos ocultos y visibles a la matriz del viejo despotismo oriental.
De aquel viaje a Corea nos sorprendieron muchas cosas, entre ellas el discurso de Kim Sung-il en referencia al problema norte-sur (el único que no citaba a Kim Sung-il); pero, sin duda, nada como la reacción de las edecanes que nos guiaban en la recepción oficial ante la presencia del Gran Líder en el besamanos que él cubría rutinariamente. De pronto, varias de ellas se lanzaron al suelo para arrodillarse ante el Gran Líder, que les pidió levantarse, lo cual no consiguieron sin ayuda: estaban conmocionadas. En segundos todo volvió a la normalidad. Al parecer la escena era más frecuente de lo imaginable. Al salir, el referente me dice en tono solemne: Nosotros no alentamos esas conductas; la constitución prohíbe la genuflexión. Vaya. Me quedé mudo.
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