martes, 17 de enero de 2012

Financiamiento público a la educación privada: ¿Vieja trampa gringa?-- HÉCTOR PALACIO

La semana pasada, Felipe Calderón arribó al Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey en helicóptero. No particularmente para evitar las protestas debido al irresuelto caso de los estudiantes de esa institución asesinados por el ejército en marzo del 2010, sino porque evitar el contacto con la población a menos que sea estrictamente controlado, ha sido la característica de su gobierno.

Calderón anunció el Programa de Financiamiento a la Educación Superior que en 2012 pretende beneficiar con créditos a 23 mil estudiantes de 21 universidades privadas con un monto de 2 mil 500 millones de pesos. Los beneficiados deberán pagar el financiamiento de hasta por 280 mil pesos a una tasa del 10% en un lapso de 15 años y medio y con la intermediación de cinco grupos bancarios. Esa es la formalidad.

Desconozco el origen motor de semejantes financiamientos, pero es en Estados Unidos donde han alcanzado su mayor expresión y donde los estudiantes viven la experiencia como algo normal aunque pasen buena parte de sus vidas endeudados. Se trate de escuela estatal o privada, el egresado debe pagar ya sea directamente al Estado que otorga los préstamos o a los bancos intermediarios. Varios amigos y conocidos de ese país no solamente están endeudados, sino que, peor, o bien no tienen buenos empleos o no desempeñan las labores propias de las carreras que estudiaron inclusive hasta el postgrado. Contrario a lo que se sabe sobre el Tecnológico de Monterrey y otras universidades privadas en México, en Estados Unidos no les garantizan o consiguen trabajos a sus egresados.

Algunos de mis conocidos y sus deudas: Johnny Valence: $40.000 dólares. Ohio State University. Bryce Smithson: $60.000. University of Southern Mississippi. Sarah Hann: 35.000. Sarah Lawrence College. Helen Tiger: 50.000. University of Cincinnati. Den Wooh: 75.000.00 Harvard University.

Estos compañeros de vida llevan años pagando y continuarán haciéndolo sin que la deuda disminuya sustancialmente. No sé si en su intimidad esta carga les pese, les incomode o la asuman como una condición fatal. Pero no se les mira nada contentos con el tema.

Como universitario de un país donde hasta no hace mucho se ha privilegiado la educación pública gratuita, mis conocidos se han mostrado sorprendidos de que no tenga deuda económica alguna debida a mis estudios. Yo me sorprendo más que ellos pues no imagino una vida sometida, rehén de la obligación de trabajar de lo que sea para continuar en regla con la deuda contraída. Una vida no liberada sino entrampada en la estructura del sistema.

Creo en la educación pública gratuita y en la libertad de elegir. Creo en la Universidad Nacional Autónoma de México como modelo. No sólo porque posee un historial de egresados, académicos, investigadores, científicos, escritores, artistas, de extraordinario nivel, inclusive de genio, (dato, los tres premios nobel mexicanos, García Robles, Paz y Molina, han estudiado en sus aulas, así como un caudal innumerable de talentos), también por un presente que le otorga, de acuerdo a varios índices de medición internacional, un lugar privilegiado entre las universidades del mundo y uno de los primeros, inclusive en ocasiones el primer lugar, en Hispanoamérica. Siempre será perfectible y los egresados debieran, en el caso de trayectorias fructíferas, asumir un compromiso mayor con ella, inclusive económico. Mas en su condición pública, ha sido una extraordinaria contribución a la cultura del país, a la educación sin distingos de condición y clase.

Contando con tan magnífico ejemplo, ¿dónde debieran concentrarse los esfuerzos del Estado sino en el impulso incansable de la educación pública? Pero no, a Felipe Calderón, como egresado de una escuela privada (y aun considérese si su condición de rechazado no le produce cierta animosidad contra la UNAM), le resulta natural y ve aun como buen negocio bancario el destinar dinero público a la educación privada. Lamentable tendencia que se ha acentuado durante los últimos años (propensión generalizada en Latinoamérica; véase el conflicto en Chile, donde el 70% de la educación superior es privada).

Por otra parte, tomando en cuenta la política de instituciones como el Tecnológico de Monterrey, sus egresados beneficiados con presupuesto público tendrán garantizado un empleo, o cuando menos prevalencia a la hora de solicitarlo, mientras que los alumnos de universidades públicas habrán que batallar por sí solos para encontrarlo en un país donde el ejecutivo actual prometió crear trabajos y no lo ha hecho. Existen, pues, consideraciones varias tras esta decisión de dar impulso a la educación privada con recursos públicos antes que con los mismos atender a fondo la obligación primaria del Estado con la educación pública. Hay que preguntarse también si en esta acción no se prefigura el intento de asemejar nuestro país con lo que sucede en Estados Unidos.

La educación privada tiene sus propios méritos, pero asimismo, recursos y fuentes de financiamiento propios. Es entendible que jóvenes con escasos recursos aspiren a ella y reciban fondos públicos, pero esta consideración no debiera anteponerse a la obligación del Estado por procurar y propiciar la educación superior pública. Quienes tengan algo que decir y aun hacer, no debieran postergar el empeño de que la UNAM e instituciones análogas (el IPN, otro ejemplo notable) conserven, en términos del financiamiento, su condición de privilegio. Habría incluso que pugnar por la apertura de nuevas instituciones educativas con características afines al nivel y el rigor académico del IPN o la UNAM.

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