lunes, 1 de noviembre de 2010

Jacobo Zabludovsky--- Adiós calidad de vida


Perdimos la guerra contra el crimen organizado. Ahora la estamos perdiendo contra el desorganizado.
Y lo peor: perdimos la calle.
Después de un mes de disfrutar ciudades de Europa y Estados Unidos, regreso a la realidad mexicana con elementos de juicio frescos en la memoria para comparar la vida cotidiana entre aquéllas y la nuestra. Y responder a la pregunta frecuente: ¿qué extrañas de México?
Extraño poder caminar sin miedo por las calles, en cualquier barrio, a cualquier hora del día o de noche. Lo hacía en México. Lo he dejado, a estas alturas uno de los pocos grandes placeres todavía a mi alcance. Por razones médicas y porque el amanecer ofrece todos los días una distinta fascinación, salgo a caminar a oscuras, de noche, antes de aclarar, cuando el sol me encuentre protegido por alguna calle transversal con sombras protectoras de la anunciada metástasis de cáncer de piel.
Solía hacerlo en México andando los 12 kilómetros de mi casa al Zócalo. Me llevaba de tres a cuatro horas, según la velocidad y la ruta. Parte del placer era ir solo y regresar en algún transporte público. He dejado de hacerlo por miedo, desconfiado del vigilante que me observa pasar, acosado por el consejo de familiares y amigos de no hacerle cosquillas al tigre, advertido del peligro por un jefe de policía, apenado por la oferta de un militar que ofreció ponerme escoltas pensando, más que en mí, en el problema que generaría un secuestro. Lo que se diría de cualquier ciudadano en mi lugar, si algo me pasara, sería: “Se lo merece por imbécil”. Imaginar esta reacción fue, tal vez, lo que me decidió a estarme quieto.
Me desquito fuera de México. Con un frío de todos los diablos, salí al amanecer hacia el puente de la Asamblea Nacional en París, la ciudad más bella del mundo (Venecia es de otro planeta), atravesé el Sena y regresé por el de Alejandro III con la silueta de Notre Dame ante un sol de Monet y su reflejo sobre el río, deteniéndome en la barra del café apenas abierto, para tomar el noisette inicial.
En Madrid la luz asoma entre nubes cuando paso por el Gijón, aún cerrado. Al final de Recoletos, en la boca del metro de Alcalá, frente al Banco de España, recojo los dos periódicos gratuitos. En la esquina del Palace doblo hacia la Carrera de San Jerónimo, regreso al Río Frío y el mesero, sin preguntar, me acerca el primer cortado del día cuando el sol brilla sin remordimientos.
En Oviedo, ciudad acogedora a la medida de la gente, hago la ruta de los hoteles, del Barceló al de la Reconquista y en la Universidad la sombra avisa, antes de irse, que es hora de regresar. Si le preguntas por dónde a la primera persona que encuentres, te expones a que te acompañe a donde vas. En Oviedo se tiene una idea de la hospitalidad en peligro de extinción.
Alguien me dijo un día, después de visitar el Moscú comunista, que Nueva York le había parecido una ciudad romántica. Lo es, seductora y turbulenta, sobre todo al amanecer, cuando las coladeras arrojan columnas de vapor, los obreros y ejecutivos de cuello blanco compran su hotdog de dos dólares, café y manzana en el puesto de la esquina, el Grand Central Station es la verdadera catedral de la ciudad y el periódico de foquitos de Times Square empieza a medir las noticias. Compro un tabloide amarillista y leyéndolo en la barra aglomerada tomo mi primer expresso del día en un vaso de cartón.
La ciudad, el invento más antiguo, permanente y valioso del hombre, se perdió en México. Te asaltan en las calles, en los camiones, en tu coche, en la fonda, en el metro, en el cajero automático, camino de la escuela, en el súper. La inseguridad cancela la intención de salir a dar un paseo.
Salvo en un estado de sitio, cuartelazo o emergencia, todas las conquistas urbanas integrantes de eso llamado calidad de vida, en circunstancias normales no se pierden de manera súbita. Se van abandonando poco a poco: un día dejas de ir al cine, otro decides no salir solo, buscas calles iluminadas, evitas las desiertas, cancelas compromisos, te encierras en tu casa y te acostumbras a un sistema de privaciones. Prescindes de todo aquello que la ciudad ofrece para vivir bien y aprovechar sus ventajas.
La calidad de vida no se pierde sólo en medio de la violencia bélica generalizada, en los combates de soldados y policías contra delincuentes (me niego a decir “otros delincuentes”). Se pierde cuando el miedo altera las costumbres y llega, sigiloso y sutil como el aire, a las cocinas, las salas y las recámaras de la gente común y corriente y altera sus costumbres como si así debieran ser las cosas. Y no, no son así, por lo menos no es así como deben ser.
Quiero recobrar mi ciudad.

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