Iba a empezar esta columna diciendo que no fui amigo del empresario ganadero y político Arturo de la Garza González. Y es que, a lo largo de estos años, apenas lo traté en unas cuantas ocasiones. Pero, la verdad sea dicha, sí fui su amigo. Y creo que todos en Monterrey, al menos los de mi generación, sostuvimos una sana relación de amistad con ese hombre, un muy buen hombre, asesinado hace un par de días.
La relación amistosa de una comunidad completa con Arturo de la Garza se dio, desde luego, por tanto que escuchamos hablar de él, siempre en los mejores términos, y sobre todo por el prestigio de su familia, el de su padre, el ex gobernador Arturo B. de la Garza, uno de los mejores gobernantes en la historia de Nuevo León; su madre, doña Morena, apreciadísima señora a la que una vez tuve el privilegio de saludar, y el de su hermano Lucas, perredista cercanísimo a Cuauhtémoc Cárdenas, un ser humano culto poseedor del mejor sentido del humor con el que invariablemente es un placer charlar.
Víctima de la violencia que está destruyendo a Monterrey, Arturo de la Garza murió a balazos cuando salía de una junta en la Unión Ganadera Regional. No se trató de un secuestro ni de un ajuste de cuentas relacionado con la mafia puesto que el señor De la Garza no se dedicaba a eso, y todos los regiomontanos lo sabemos. La autoridad, si hace su trabajo, algo que normalmente no ocurre, deberá investigar los hechos y aclarar qué pasó. Por lo pronto, la única certeza con la que contamos es que el asesinato de De la Garza fue la ejecución número 100 en Nuevo León en los primeros 28 días del año.
La maldita guerra sin estrategia, sin sentido en que Felipe Calderón metió a México, particularmente a Monterrey, sigue enlutando a familias honorables, decentes y ejemplares. No hay más que decir.
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