martes, 25 de enero de 2011

José Antonio Crespo La decepción mexicana con la democracia


Bien sabíamos, aun antes de la alternancia de 2000, que un fenómeno propio de las transiciones políticas es la llamada decepción democrática. Consiste en que buena parte de la ciudadanía se decepciona de lo que la democracia pueda aportar al desarrollo de su país. Este desencanto, cuando es muy pronunciado, genera un peligro para la democratización, pues ésta exige que la mayoría de ciudadanos opine que, pese a sus limitaciones y problemas naturales, la democracia es el menos malo de los regímenes políticos, según la definición churchilliana. De no ser así, la democracia naciente no tendrá un asidero sólido en la sociedad, y podrían prender intentos de regresión autoritaria o de aventurerismo revolucionario.
La decepción con la democracia se debe al menos a dos razones: A) en la etapa autoritaria, se generaron expectativas desbordadas sobre lo que la democracia podría ofrecer en materia social y económica; que habría crecimiento económico, más empleo y mejor remunerado; que avanzaría la educación, etcétera. Estas metas no necesariamente están vinculadas con la democracia; hay autoritarismos, como China, que han presentado logros imponentes, y democracias que llevan años sin avanzar. En todo caso, aun cuando la democracia suele arrojar buenos resultados socio-económicos, no puede hacerlo de inmediato. La decepción por esta causa puede superarse en cierta medida cuando la gente aprende que la democracia tiene límites naturales, que no es la panacea, y sólo debe pedírsele aquello para lo cual fue concebida.
B) Lo que la democracia sí puede brindar, casi de inmediato, es un cambio en materia de corrupción e impunidad, pero eso exige la voluntad política de la nueva clase gobernante. Si por cualquier motivo no lo hace (compromisos con la antigua élite política, considerar que no era urgente ni necesario, o la decisión de también incurrir en corrupción y abuso de poder), entonces la decepción sobreviene, pero a partir del carácter antidemocrático de la nueva élite en el poder, que no logra distinguirse demasiado (o nada) del autoritarismo. La ciudadanía podría seguir pensando que la democracia, en términos genéricos, es el menos malo de los regímenes políticos, pero fácilmente puede concluir que en su país no tiene posibilidades de arraigo. Puede convencerse de que México no tiene condiciones para la democracia, que ésta será siempre desvirtuada por su clase política, que incluso puede ser contraproducente respecto de alguna forma de autoritarismo. Esa era la enorme responsabilidad histórica de los primeros gobiernos panistas federales; su buen o mal desempeño se atribuiría no sólo al PAN, sino a la democracia misma como forma de gobierno.
El Latinobarómetro 2010 reporta que los mexicanos somos uno de los países más desencantados de América Latina, pues tenemos los índices más bajos de satisfacción y expectativas hacia la democracia; sólo 45% otorga su respaldo a la democracia, situándonos en la tercera última posición (arriba sólo de países como Paraguay y Guatemala). Probablemente, las dos razones aquí señaladas tienen que ver con el fenómeno: A) un fracaso de estos diez años desde la alternancia en perfilar un mejor futuro económico, y B) la traición manifiesta a la democracia de los nuevos gobernantes surgidos de los partidos de oposición, así como su claudicación a combatir corrupción e impunidad. Pero podemos agregar otra variable: el tipo de autoritarismo del que venimos. En la mayoría de países latinoamericanos, la democracia resurgió tras largos y oscuros periodos de militarismo sumamente represivo y restrictivo de las libertades esenciales. Cuando se compara a las nuevas democracias —con todos sus límites— con aquellos regímenes, el contraste es brutal a favor de la democracia. No es el caso de México, cuyo autoritarismo fue bastante flexible, basado más en la cooptación que en la represión. Y dado que los gobiernos de PRD y PAN no marcaron su distancia respecto de los priístas, la diferencia entre la nueva democracia y el antiguo régimen no está clara. Incluso, muchos piensan que estos diez años han sido peores en términos de gobernabilidad y estabilidad. Por eso no son pocos los que, añorando el pasado inmediato, vuelven sus ojos al PRI, pese a no mostrar éste ninguna renovación significativa.

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