La encrucijada es un cruce de caminos pero también una situación difícil en la que no se sabe qué camino seguir. Cualquiera de estas u otras acepciones se aplica al México de 2011 para advertirnos sobre lo ominosa que puede o vaya a ser la sucesión presidencial, que por tercera vez en nuestra historia política moderna será disputada por al menos tres formaciones formalmente constituidas en partidos políticos. Esta es, sigue siéndolo, la gran novedad mexicana, a pesar del lamentable triunfalismo al que se han dado los priístas alineados o no en torno al nuevo Zacazonapan del gobernador Peña Nieto.
No hay en el país entusiasmo con lo hecho por el actual gobierno y lo que más bien priva es rechazo o descontento con el quehacer público. El empleo no se recupera salvo en los escalones peor remunerados, y el consumo de las masas se mantiene precario, por debajo de los requerimientos mínimos para el desarrollo de un mercado interno capaz de sostener y reproducir la forma de crecimiento dependiente de las exportaciones que nos legó el cambio estructural globalizador emprendido por el presidente Salinas y profundizado a rajatabla por su sucesor quien, ahora en Davos, of all places, se nos redescubre como priísta.
Por primera vez en nuestra historia, las decisiones de inversión del capital nacional o trasnacional se ven mediadas o condicionadas por la violencia, mientras miles de familias, pudientes o no, dejan Ciudad Juárez, antaño conocida como Paso del Norte, así como Monterrey, también antaño conocida como la Sultana del Norte, para buscar refugio en Houston o Dallas, donde exploran formas de invertir o, simple y tristemente, de ganarse la vida.
No es este un panorama regional sino nacional. El arrogante vocero que Calderón se consiguió puede seguir haciendo teoría barata y diseñar las gráficas que se le antojen, pero el hecho duro y crudo es que la cohesión social y nacional que le quedaba a México se ha cuarteado y que el porvenir de las comunidades, hoy convertidas en urbes y megaurbes, se ha esfumado por la omnipresencia de la criminalidad protagonizada en gran medida por los jóvenes que se cansaron de ser ninis y echaron a andar por el peor de los senderos.
No les falta razón a los sindicalistas y organizadores agrarios y campesinos cuando reclaman un cambio del modelo de desarrollo y en la manera de conducir al Estado y gobernarlo. Su marcha de mañana será grande o no, pero su magnitud no impedirá que su mensaje se transmita: el cambio dejó de ser consigna de curso corriente, para volverse un imperativo cuya calificación es obligatoria.
Se trata de un cambio hacia el dinamismo económico que debe verse acompañado de equidad y protección sociales, sin las cuales todo crecimiento material está condenado a la ilegitimidad y, por consiguiente, a una corta duración que será seguida por nuevos y terribles periodos de inestabilidad y estancamientos. Puede sonar paradójico, pero la globalización que nos espera después de la Gran Recesión va a exigir cuotas mayores de protección y bienestar de las sociedades para asegurar una reproducción que, de todas maneras, no está asegurada.
Los duelistas de esta sucesión peligrosa deben tomar nota de esta circunstancia social que mañana será voceada en el Zócalo por los pocos contingentes organizados y activos de la base social mexicana. Su elemental reclamo de cambio con justicia social debería ser el horizonte de la discusión política a que puede llevarnos la disputa por la Presidencia, si no es que la Suprema Corte se arrodilla ante los poderes de hecho y entrega la plaza de la deliberación democrática a unos cuantos brokers dizque leídos y escribidos, pero despojados del mínimo sentimiento republicano.
De esto se trata este cruce de caminos: de la decencia y la convicción política e intelectual o de la rendición sin condiciones ante la prepotencia del dinero y la ilusión de su cobijo.
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