El estudiado tono iracundo no fue afectado por el encierro. Tampoco sus desplantes de taumaturgo escénico desaparecieron con la forzada ausencia. Menos aún amainaron los torrentes de frases contrahechas o las ideas esquemáticas para atontar bobos. Todo está en su acostumbrado lugar, sólo que ahora dejan, en la audiencia buscada, un marcado tufo de obsolescencia. El tiempo transcurrido y los cambiantes entretelones de la actualidad lo sitúan en la trastienda de la pequeña y torcida historia que le tocó representar. Aun así, Diego Fernández de Cevallos todavía hace esfuerzos mediáticos por enrolarse en la menguante corriente de la derecha nacional, bien atascada en su partido (PAN).
El reducido grupo político al que se plegó por voluntad propia pudo haber resentido su lejanía. Los locutores y comentaristas, que ya lo correteaban antes, tratan ahora de darle oxígeno de boca a boca. Quieren, por intuido acuerdo con los de mero arriba, ponerlo otra vez en pie de lucha contra sus rivales a modo: los populistas. Esos inermes molinos de viento ante su filosa verborrea. Al conjunto de la sociedad, en cambio, poco o nada le interesan sus afectadas maneras de presentarse como un campeón de la palabra empeñada, como un señor de hacienda, peones y palafreneros. Saben muy bien que siempre ocultan intenciones de leguleyo en busca de cobrar favores. Fernández de Cevallos es, en apariencia, un relicario de monerías y retóricas creencias en los auxilios divinos.
Pero su figura, visiones y conducta poco importan ya. El efecto de su hirsuta barba bien aliñada, sus cejas pintarrajeadas al carbón y ojos pispiringos amenazantes, ya no atemorizan ni siquiera a desbalagados incautos. Lo medular, y que debe ser atendido, es la estrategia que quiere desenterrar el conservadurismo retardatario cupular. Quieren, los amos de la continuidad, establecer una plataforma de ataque a la izquierda y, en especial, al personaje que, día a día, los deja a la intemperie. Fernández de Cevallos, ahora en su papel de secuestrado crédulo, inicia la andanada que, después, intentarán distintos difusores a modo convertirla en aplanadora de la izquierda.
El argumento se bifurca en etapas sucesivas. Una se concentra en glorificar a las instituciones a las que Fernández de Cevallos se une, empapado de fe, perdones y consuelo. Y cómo no lo habría de hacer, si de ellas ha sacado provecho y ventajas incontables. Cómo no lo habría de hacer, si ha sido uno de los que han usufructuado sus deformados recovecos. Cómo no habría de hacerlo, si él mismo ayudó, desde el Congreso, a sembrar las trampas y dejar intersticios para que, después, se usaran por abogados litigantes para hacer buenos negocios. Eso sí, siempre diciendo que se apega a ellas para diferenciarse del rejego (AMLO) que promete transformarlas para beneficio de los de abajo.
La otra es más profunda, la pesada, la que habrá de ramificarse para concitar el santo temor de las masas: la peligrosa retórica de la violencia. Tal y como lo dejan indeleblemente escrito y probado sus secuestradores. Esos que, de acuerdo con su versión, han copiado, que adoptaron, que calcaron, las continuas denuncias de AMLO acerca de la mafia que gobierna México. Mafia que ha causado, según AMLO, un sinfín de penas a los mexicanos y que no ceja en transitar por la senda de la inequidad social. Esos que, enloquecidos por el clasismo, inexistente según Fernández de Cevallos, llegaron hasta acusarlo de poseer una mina de diamantes en Brasil. Esos a los que el señor Calderón calificó de delincuentes comunes y donde, lo demás, afirmó tajante el panista, es puro rollo. Esos desaparecedores que lo exprimieron porque, sin tener bases ciertas aduce, le achacaron cuentas parecidas a las que hiciera el gran capitán. En fin, esos que, empapados en los rasposos juicios de AMLO, lo llevaron ante un tribunal sectario e ilegal. Esos que, incluso, lo señalan, con flamígero índice, de pertenecer, por derechos adquiridos en el trafique, como miembro distinguido de una mafia que Fernández de Cevallos asegura imaginaria, una pura y dura invención de mentes calenturientas.
El afamado panista afirmó, en respetuosa y, sin dejo alguno de duda, incisiva entrevista de afamado conductor, que escribió más de 30 cartas. Algunas, se supone, son las que mandó a sus amigos y factibles benefactores. No se conocen mayores detalles de este espinoso asunto ni se bordó sobre ello, discreción en este asunto es la consigna del oficialismo. Se supone, sin embargo, que causaron gran escozor en esa, calificada de inexistente, pléyade. Muchos de los cuales se pavonean a menudo en las celebraciones de frívolos obispos. Ahí se muestran con vistosas galas, se codean entre ellos sabedores que son los que atan y desatan en las alturas. De esta simplona manera Fernández de Cevallos deja pavimentada parte del camino para ligar, en el imaginario colectivo, la denuncia de hechos molestos (en este caso de una férrea mafia) con la ilegalidad y violencia posterior. Predicar, en la plaza pública, basado en hechos concretos y reales, documentados, se intenta catalogar de falacias lanzadas de manera irresponsable por alocados redentores. Falsos profetas de la mentira y el rencor, sostiene el profeta de la legalidad. Pero que, según muchos millones de mexicanos adicionales, son verdades duras y maduras que ya se hacen colectivamente propias. Y, lo raro de este espinoso asunto, es que por el ancho mundo se encuentran formaciones de riqueza y poder similares. Diferentes sociedades identifican a sus propias plutocracias y certifican los males que les acarrean. La crisis reciente, originada en los centros financieros del mundo desarrollado, ha obligado a reflexiones coincidentes con lo que aquí, en México, se adelantó: el uso mafioso de las instituciones por un grupo de privilegiados que buscan, como sea y se pueda, su impune prolongación al infinito.
Lo primero será demonizar, de nueva cuenta, al personaje que encabeza la revuelta de conciencias. Quién hizo el penoso esfuerzo para descubrir y adentrarse en el meollo que detiene el avance del pueblo. Las consecuencias, de triunfar en su estrategia, bien se sabe, sería la experimentada y cruenta polarización de los mexicanos.
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