Nuestros militares, en particular, no conocen o no entienden nuestra Constitución y el papel que en su marco institucional desempeñanFoto Roberto García Ortiz
Las fuerzas armadas de México son el brazo armado del Estado mexicano. Son el custodio de las instituciones, la paz y la tranquilidad sociales. Lo menos que podría esperarse de los miembros del instituto armado es que tuvieran conciencia del alto desempeño que se espera de ellos. Eso requeriría que tuvieran la cultura y la preparación suficientes para entenderlo y para conducirse en consecuencia, por lo menos, hay que decirlo, sus altos mandos. Uno esperaría, para empezar, que conocieran y entendieran la Constitución que están obligados a salvaguardar y varias materias que tienen que ver con su trato cotidiano con la sociedad y entre ellos mismos. Derechos humanos, muy señaladamente.
Eso no lo podemos, por desgracia, ni siquiera soñar en nuestro país. No me cabe la menor duda de que hay militares cultos y preparados. He tratado a muchos de ellos. Entienden de sobra el problema. Pero el grueso inmenso de sus filas es de una incultura y de una ignorancia que eriza los pelos. Los soldados de las tres armas, en general, son elementos venidos de los niveles más bajos de la sociedad, muchas veces casi analfabetos. Y los oficiales de alto rango reciben casi sólo la preparación castrense que pueden recibir en sus academias o en el desempeño en su servicio en filas. Lo que se requiere para entender lo que están llamados a hacer, proteger la Constitución y a la población, que son cultura y educación, faltan.
Hay en el Ejército muchos oficiales formados en muy diversas disciplinas profesionales, como medicina, derecho o ingeniería. Pero ellos no pueden ascender a los más altos rangos militares (de brigada o de división, por ejemplo) y no desempeñan nunca cargos de mando. Los que lo hacen, incluso y por lo común, por ejemplo, para foguearse en actividades de guerra, tienen que irse al extranjero y recibir entrenamiento especial para obtener una cierta capacitación operativa. Ellos están convencidos de que su desempeño institucional sólo consiste en obedecer al supremo comandante de las fuerzas armadas, que es el Presidente, y que, en lo demás, no tienen responsabilidad alguna que deban cumplir.
Nuestros militares, en particular, no conocen o no entienden nuestra Constitución y el papel que en su marco institucional desempeñan. Siempre les parece lo de menos. Ellos deberían, como todos los demás servidores públicos, hacer juramento de cumplir y hacer cumplir la Carta Magna, en lugar de jurar lealtad institucional a su jefe supremo. En materia de derechos humanos andan en la prehistoria y no saben explicarse el hecho de que la sociedad demande a gritos que los respeten y se atengan a ellos en sus acciones. Sus abogados, con una muy pobre formación teórico jurídica, están siempre abocados a defender e interpretar el fuero militar que, por lo demás, no encierra ningún misterio.
Hay que decir, empero, que incluso cuando uno se limita a la esfera privativa del fuero militar, no puede por más de concluir que la arbitrariedad, la injusticia y la violación permanente de los derechos humanos sientan siempre sus reales y a los militares les parece que ello es de lo más natural. A duras y largas penas se ha ido avanzando en el proceso de hacer que ese fuero se involucre cada vez más en lo referente a los derechos humanos. Es algo, sin embargo, a lo que los miliares son sumamente reacios y refractarios. Recordemos lo que sucedió con el almirante Saynez, a cuya Secretaría de Marina la Comisión Nacional de los Derechos Humanos demandó la indemnización de los afectados por un operativo de infantes de Marina en Cuernavaca. Se negó a ello, como si nada, alegando que eso ponía en entredicho la seguridad de sus muchachos.
Un caso que se acaba de resolver del peor modo en la Suprema Corte de Justicia da también cuenta de esa arbitrariedad y prepotencia que muestran los altos mandos de las fuerzas armadas en su accionar. Un día, un coronel del Ejército intentó penetrar en el reclusorio de máxima seguridad del Altiplano, y un capitán retirado desde hacía dos años y encargado de la seguridad del reclusorio, le puso el alto y le indicó que, a pesar de su rango, no podía permitirle el acceso, más aun, cuando portaba sus insignias y su arma reglamentaria, así como un celular. El coronel denunció al capitán, aun cuando ya no está en servicio, ante la justicia militar que lo condenó. El fundamento fue el anticonstitucional, arbitrario y violador de derechos humanos artículo 283 del Código de Justicia Militar.
Dicho artículo dice así: Comete el delito de insubordinación el militar que con palabras, ademanes, señas o gestos o de cualquier otra manera, falte al respeto o sujeción debidos a un superior que porte sus insignias o a quien conozca o deba conocer. La insubordinación puede cometerse dentro del servicio o fuera de él. Es un artículo que tipifica un delito militar. Que un militar deba respeto o sujeción a un superior pasa. Que el único que, en el acto, puede definir el delito y que sufre la acción es el ofendido, es convertirlo en juez y parte. Que, además, la base para la tipificación sean ademanes, señas, gestos o de cualquier otra manera, cosas que nadie puede definir de modo preciso, hace que el presunto ofendido, con su sola acusación, condene a quien el cree que le faltó al respeto.
El capitán fue condenado por el tribunal militar; en busca de amparo, un juez de distrito ratificó la sentencia y, a su vez, un tribunal colegiado sentenció en el mismo sentido. Por alegar violaciones a la Constitución, el caso llegó a la Suprema Corte de Justicia, cuya primera sala, por mayoría, volvió a ratificar la sentencia. El ministro José Ramón Cossío se opuso al fallo y produjo un voto particular que denuncia la inconstitucionalidad del artículo 283 y también las consideraciones en que se fundó el mismo fallo.
Imaginémonos que el ofendido no hubiera sido un militar, sino un civil y no se le permitiera el acceso al reclusorio. ¿Cómo habría podido alegar insubordinación, falta de respeto o de sujeción? El absurdo salta a la vista. No se trató de una falta relacionada con el acto mismo de prohibir el acceso, sino de una relación entre militares que se trasladó a un hecho que, en sí, no tiene nada de militar. La arbitrariedad no tiene nombre; pero tampoco lo tiene la naturaleza de las relaciones de autoridad que se establecen entre militares y que dan lugar a las violaciones más flagrantes de los derechos humanos en nombre de la subordinación y la sujeción debidas. El capitán estaba en retiro, pero el artículo 283 impone que será dentro del servicio o fuera de él. Como él ya estaba retirado, se le aplica la sanción estando fuera del servicio.
Tenemos un grave problema con nuestros militares. Ellos piensan que el derecho vale para los demás y no para ellos, que se atienen a su fuero privativo. Piensan también que sus normas internas son soberanas y no se debe atentar contra ellas. La primera sala avaló esa opinión, aduciendo que la disciplina militar es intocable y que no hay que meterse con ella. Con la Corte de su lado de esa manera, los militares pueden hacer lo que les venga en gana, violando todas las normas que se opongan a su fuero intocable.
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