domingo, 11 de diciembre de 2011

Homenaje a José María Pérez Gay-- Elena Poniatowska

José María Pérez Gay y Rüdiger Safranski, en la reciente FIL de GuadalajaraFoto Arturo Campos Cedillo
Son las cuatro de la madrugada, una hora difícil para despertar. José María Pérez Gay tiene más tendencia al insomnio que al sueño. Cuando no duerme lee a Paul Celan o a Elías Canetti. A las cuatro y media sale de su casa para ir al Zócalo todavía adormecido y entrar al palacio del Departamento del Distrito Federal. Acompaña a Andrés Manuel López Obrador un año y otro y todavía otro, lo escucha, registra lo que ve y lo vuelve pensamiento. Sus ojos bien abiertos, agrandados por el vidrio de sus anteojos, observan a periodistas y cuestionadores.

Cuando López Obrador se retira, Chema, como lo conocemos todos, lo sigue y cierra la puerta. Para él, el candidato de la izquierda tiene una virtud teologal: la honradez.

Conocí a Chema hace años y me pareció un hombre consentido. De él, dos cosas me llamaron la atención, una, que completara una cita que Monsiváis había olvidado, otra, su conmoción por el estallido de gas de San Juanico el 19 de noviembre de 1984, que causó la muerte de 600 personas. Después supe que Chema llora por todas las tragedias, las catástrofes y los genocidios del mundo, como lo afirma su mujer, Lilia Rossbach.

Era difícil prever que ese hombre dedicado a las letras se entregara por completo a una causa y se la jugara por ella. Lilia cuenta cómo en un mitin, en Oaxaca, una mujer que escuchaba a López Obrador vino a preguntarle a Chema: ¿Es usted su papá?, y Chema le respondió: No, es mi amigo del alma. Entonces la mujer le entregó una cajita. “No sé si voy a poder acercarme a él –explicó–. Son las cenizas de mi marido. Su última voluntad fue que se las diera a él”.

A partir de 2004, apoyar a López Obrador era perder amigos, enfrentar críticas, rechazos y comentarios despectivos. Nunca pensé que Pérez Gay tendría esa capacidad de compromiso. Era un hombre demasiado metido en sus libros. Pérez Gay tuvo la firmeza de seguir adelante a pesar de las múltiples situaciones desfavorables. Se mantuvo amarrado al mástil y atravesó los círculos en que no sólo lo cuestionaban, sino lo denostaban. La suya fue una pequeña gran batalla y de las pequeñas batallas, del humilde sólo por hoy salen las transformaciones.

Nuestro país es el de las causas perdidas, ya lo sabemos. También lo supo Pérez Gay, porque como lo dice Jesús Ramírez, las causas perdidas le han hecho más grande el corazón.

Todavía hoy las reuniones con López Obrador se hacen en casa de Chema y de Lilia. Su mesa es un foro, un congreso, un debate, una irrupción de tesis distintas, de puntos de vista encontrados que, sin embargo, propiciados por él y por Lilia, se convierten en diálogo. Muchas decisiones han salido de su casa.

En su casa se fundó el Comité de Intelectuales en Defensa del Petróleo, en la sala de su casa, que bien podría ser una plaza abierta, se conquistó la entereza para mantenerse firmes ante la crítica, la burla y el descrédito; en la sala de su casa se analizó y se condenó la guerra contra el narco. Es una forma equivocada del gobierno para legitimarse frente a la población –dijo Pérez Gay.

Pérez Gay estuvo siempre en el cuarto de guerra. Si López Obrador hubiera sido presidente, habría sido secretario de Relaciones Exteriores en 2006. Tenía experiencia para el puesto. Primero fue cónsul de México en Colonia, luego consejero cultural en París y finalmente embajador de México en Portugal durante la presidencia de Vicente Fox.

Pérez Gay, Chema, es el mayor de cinco hermanos y en su casa le decían Pepe. Lourdes, Alicia, Lupe y el benjamín de la familia, Rafael, levantaban los ojos hacia él porque Chema le lleva a Rafael 14 años. El hermano mayor le enseñó a acercarse a los libros, a volverse crítico y a manejar el lenguaje; lo envolvió en una cauda de palabras. Lo entusiasmó con Rulfo y con Cortázar. Tomado de su mano, el hermano menor, Rafael, leyó a Goethe y a Marcel Proust. Como su padre, era un magnífico conversador y encandiló a otro joven de 16 años, Héctor Aguilar Camín. De estos tres buenos hermanos nació una amistad literaria y una vocación por los textos esenciales.

Con una beca de la Ford Foundation, Chema salió a los 21 años a Berlín. Nunca había viajado y se iba muy lejos. Allá permaneció 16 años, desde los 21 hasta los 37, y como no podía regresar al Distrito Federal, porque no había dinero, escribió cartas que su madre –gran lectora– contestaba. ¡Es difícil imaginar a un joven mexicano de clase media perdido en un pueblito al lado de Berlín, a temperaturas de 20 grados bajo cero, caminando por las calles de una ciudad hecha polvo pero no es difícil adivinar su enamoramiento por una condiscípula de filosofía, hoy médica siquiatra, con quien vivió durante 12 años!

Los alemanes que le han entregado la Gran Cruz de las Artes y las Letras dicen que su alemán es perfecto y por algo ha traducido a Franz Kafka, Thomas Mann y Hans Magnus Enzensberger, entre otros. Sin embargo, lo más importante para él debe haber sido confrontar a una Alemania partida en cuatro: Estados Unidos, Rusia, Francia e Inglaterra, cada uno con su tajada de vencidos y de humillados, cada uno con su pedazo de país degradado.

El muchacho de 21 años descubrió entonces los escombros que deja la guerra. Sus profesores antinazis intentaban explicarse la ruina de su país y conoció a Martin Heidegger, el de Ser y tiempo, el que amó a Hannah Arendt y el que se adhirió a Hitler porque creía que era el destino de Alemania.

A partir de 2006, José María Pérez Gay creció como crecen los hombres que se entregan a una causa.

Hoy, Chema, nuestro amigo, se encuentra sentado en una silla de ruedas. Después de haber escrito con tanta solidaridad sobre Hiroshima y Nagasaki, Auschwitz y Belzec en Polonia, donde en una superficie de tres hectá-reas los nazis mataron a más de 800 mil judíos en nueve meses, después de haber analizado la destrucción de Camboya y la de Chechenia, después de haber descrito a los niños que padecieron la maldición de Chernobyl e informarnos sobre lo que fue el genocidio de un millón de personas en Ruanda, la silla de ruedas debe ser para Chema bien poca cosa y por eso la mirada en sus ojos que se agrandan detrás de sus gafas es de inteligencia. Su mirada siempre me ha llamado la atención no sólo por grandota, sino porque es la de un niño que observa lo que sucede en el mundo y experimenta lo que nunca antes vivió: la lucha social de México, su país a la deriva, su país destrozado por la violencia, su país en que la prohibición de las drogas produce el negocio, su país que ha caído en la cultura de la muerte.

Al entregarse a la causa del amigo, se entregó a la causa del México de López Obrador. y a partir de ese momento creció. Optó por un compromiso humano que incluía al otro aunque ese otro no fuera un gran conversador ni supiera siquiera dónde está Alemania. Lo que te pasa a ti, puede pasarme a mí. Chema entró a otra área de su ser. Se sorprendió a sí mismo al hacer suya la adversidad en la que vive la mayoría de los mexicanos y descubrió lo que significa la palabra resistir. Hoy mismo, aquí sentado, Chema resiste, somos nosotros los que nos hacemos cruces.

Aquí, frente a ustedes tienen a un filósofo y a un gran conocedor de las letras alemanas, pero también tienen ustedes a un amigo fiel que lima asperezas, rivalidades y diferencias. A su lado se yergue una mujer, Lilia Rossbach, ella sí militante. Lilia abre los brazos y sonríe y te dice mi amor, mi cielo, cuánto te amo y te recibe como si nada mejor que verte pudiera sucederle. Estoy segura que si le dijera a Lilia Dame tu casa respondería Ahora mismo subo por las escrituras. Espléndida, llena la atmósfera de palabras y le da un significado a la palabra convivencia. Discípula de Carlos Monsiváis, heredó de su abuelo, Hans Rossbach, una compañía parecida al Texas Instruments de Houston, Rossbach de México. Guillermo Haro, el fundador de la astrofísica moderna en México, iba hasta Iztapalapa, sede de la compañía, y la admiraba por exacta y porque cumplía su palabra.

Aquí están los dos, él y ella que lo fecunda espiritualmente y hace que todos los amigos, los que se fueron, como Bolívar Echeverría o Carlos Monsiváis, o los que están, como Lorenzo Meyer o Jesús Ramírez o Claudia Sheinbaum, giren en torno a una causa: la del México profundo, el México que a todos nos duele.

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