En un hermoso cuento de Léon Bloy, el protagonista es un hombre pobre que, por una catástrofe, adquiere la extravagante enfermedad de la clarividencia, de la que no puede curarse; así se torna en un pobre clarividente; de pronto, un día recibe una herencia cuantiosa de un pariente que se había enriquecido en América, donde había hecho fortuna.
El protagonista de esa historia, por esa herencia inesperada, pasa bruscamente de pobre pordiosero a rico opulento; con ello pierde contacto con la realidad de la que es separado, escribe Bloy, por las cataratas de dinero que recibe, pero no sólo eso: con su nueva situación, empieza a curarse de la clarividencia.
El dinero, la riqueza a la que de pronto tiene acceso el estrafalario héroe del cuento acaba con él. Empieza creyendo que todo lo merece, se divierte haciendo al tenorio (pienso en algunos políticos que se enamoran de jovencitas) y ya totalmente mareado, obnubilando, fuera de contacto con el mundo tangible, engañado por lo que cree que es, sin los pies en la tierra, acaba mal, se cura definitivamente de la clarividencia que tuvo cuando fue pobre y su fin es trágico y extraño.
Esa referencia a las cataratas de dinero, que segregan del mundo real a quien las recibe y lo instalan en una ficción, me parece una metáfora propicia para explicarnos un poco nuestro sistema político, que lleva lustros reformándose y no puede instalarse finalmente en la democracia. ¿Por qué? Son, en mi opinión, las cataratas de riqueza que caen sobre los partidos políticos, los políticos y los procesos electorales, las que pervierten y mistifican nuestra vida democrática y las mismas instituciones que de ella surgen.
A imitación de lo que pasa en Estados Unidos, nuestra política es cada vez más una competencia de recursos económicos, una pugna entre grandes capitales, y deja por tanto de ser un juicio popular en que los votantes sienten en el banquillo de los acusados a sus políticos y sean ellos realmente los que decidan; pareciera que la vida política en México va resbalando por un tobogán, en el que no puede detenerse ni asirse a nada, sin suelo para asentar los pies, lejos de la realidad, sin contacto verdadero con la gente.
Los ciudadanos a los que nos dirigimos para pedirles votos ya no conocen a los políticos desde que éstos quedan en manos de sus poderosas camarillas y cortesanos que los rodean. Lo que ahora se conoce de un político es lo que sus bien pagados creadores de imagen quieren transmitir; los posibles votantes conocen fotos retocadas, rostros maquillados, trajes, corbatas, zapatos, frases que no son por regla general elección de ellos, sino que se las imponen sus autores, sus expertos que los rodean y aíslan.
Y así como los votantes ya no conocen a la persona, sino al producto que fabricaron los creativos, los expertos en ventas y mercadotecnia, así tampoco el político conocerá a los ciudadanos, a sus votantes y sus problemas, ni tampoco las circunstancias en las que vive; desde su alta posición, la catarata de dinero que hoy cae sobre la política impedirá que vea, que perciba a la gente real, y ahora estará sólo en contacto con informes, resultados de encuestas, gráficas y resúmenes ejecutivos y oirá no a ciudadanos de carne y hueso, sino sólo a quienes lo rodean, que frecuentemente son aduladores y paniaguados que le evitarán el contacto con la sociedad circundante y dejarán que vea tan sólo lo que esos cortesanos le permiten.
Algo similar al pensamiento de Bloy expresó Emmanuel Mounier en “Línea de posiciones”, al afirmar que la democracia fue estrangulada en su propia cuna por el mundo del dinero; en su opinión, la democracia reposa sobre la responsabilidad y la organización de las personas que integran la comunidad; por tanto, no habrá democracia o será precaria como en México, cuando su punto de apoyo es el dinero y no la gente, cuando una campaña deja de ser un diálogo entre candidato y elector y se reduce a toneladas de plástico colgadas en los postes, espectaculares cada vez mayores, largas horas de espots en radio y televisión y promesas con o sin notario de por medio.
Dice Léon Bloy que el dinero es la sangre del pobre; en las campañas políticas esa sangre se gasta en balde, cuando fluye en cataratas que se traducen en publicidad dirigida a los ojos de los votantes y no se gasta con moderación y dirigida a la inteligencia, con mensajes cargados de propuestas y de contenido. Nuestra democracia se agobia, se ahoga con las cataratas de dinero que cuestan las campañas y el aparato para regularlas; tenemos que pensar en salir de ello, ya estuvo bueno de imitación extralógica, aun cuando sea redituable para algunos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario