lunes, 3 de enero de 2011

Bucareli | Jacobo Zabludovsky Adiós sexenio


El gobierno inicia su quinto año en el poder. De “las tres partes de su hacienda”, según contabilizaba Cervantes al calcular el costo de la austera alimentación de don Quijote, el presidente Felipe Calderón ha consumido dos.
Era más fácil y menos macabro iniciar la novela con salpicón, más vaca que cordero, duelos y quebrantos, lentejas y palominos, que terminar el sexenio con 30 mil muertos. No la tiene fácil don Felipe.
La etapa que resta será dedicada, según pasa al final de todas las guerras, a levantar cadáveres y explicar por qué se produjeron. Entre las asignaturas pendientes está una intangible, incorpórea: la de la revaluación de una vida humana. Perdimos en la batalla la capacidad de lamentar la muerte personal. La tragedia nos la convirtieron en cifras, se hizo colectiva, se dio en racimos.
Destaca en el recuerdo el incendio de la guardería de Hermosillo, producto de la imprudencia y la imprevisión. Aunque no entra en las cuentas del combate anticrimen, es ejemplo de la colectivización de la muerte. Cien niños quemados, 49 de ellos muertos. Y aquí no ha pasado nada. Algún burócrata de cuarta procesado y punto. Me temo que el curso de las investigaciones será rescatado cuando sea posible y aunque torcido, entubado y bajo tierra, podría reaparecer en ese mundo jurídico donde nada muere para siempre.
El asesinato de 72 hombres, mujeres, niños y ancianos hambrientos, emigrantes ansiosos de cosechar su comida y la de sus familiares, se inscribe en este catálogo de crímenes sin precedentes en México. Bajados del tren, como en la revolución que alegremente celebramos; alineados frente a un muro, como en la revolución; fusilados por un pelotón anónimo, como en la revolución, son protagonistas de esa historia de impunidad vuelta costumbre cotidiana. Sus deudos, surgidos del dolor, escogieron el suyo entre los cadáveres putrefactos, aunque otros no tuvieron esa suerte y todos juntos pidieron justicia, tan difícil de lograr como una tortilla con sal.
Veinte muchachos de un taller mecánico de Michoacán se fueron a Acapulco, como cada año, para celebrar su juventud y la suerte de tener trabajo. Fueron bajados del autobús, ametrallados y cubiertos apenas por la tierra donde los asesinos quisieron ocultarlos. Un narcotraficante declaró a sus captores que el “cártel independiente de Acapulco” se equivocó: “…fue una confusión… los confundieron con gente de La Familia Michoacana que estaban entrando a la plaza”. Tan sencillo como eso. Se antoja recordar la magistral página de Martín Luis Guzmán conocida como “La fiesta de las balas” y ver a Rodolfo Fierro sobarse el índice adolorido de tanto disparar contra quienes corrían aterrorizados en busca de salvación. Fierro, en su frialdad y puntería, parece héroe frente a los asesinos de los michoacanos.
Grupos de cuatro, de ocho, de 12 muertos, ya no son noticia en el parte de guerra. Apenas una mención y olvido. Y la catarata de recetas. Entre ellas la de Carlos Pascual, embajador de Estados Unidos, quien recomienda, además de arrestar a los jefes de los delincuentes, identificar sus casas de seguridad, las bodegas y los lugares donde guardan sus vehículos. Respecto a las armas que adquieren en Estados Unidos dijo que no sería suficiente detener ese tráfico. Puede que tenga razón, pero si empezáramos por impedirlo no tendrá necesidad el señor embajador de regalarnos helicópteros.
Me estoy desviando. El presidente Calderón dispone de escasos dos años para levantar el tiradero. Se antoja proponerle (otra receta; nadie resiste la tentación) el nombramiento de un grupo dedicado a la transición del esfuerzo contra el crimen organizado. Una comisión de soldados, marinos y civiles que sea un puente operativo entre este gobierno y el que pronto lo sucederá, con objeto de ahorrar tiempo, impedir repetición de errores, transmitir la experiencia a los nuevos estrategas y hacer eficaz el combate en otras manos. El tamaño del desafío obliga a proporcionales ejercicios de imaginación.
Dentro de muy poco tiempo estaremos envueltos en la tempestad política: campañas, elecciones, entrega del poder. Es tiempo de preparar el camino a quienes vendrán. Por encima de partidos o personajes, un grupo de expertos daría confianza a millones de mexicanos cansados de contar los muertos por montones.
Ya entrado en recetarios, se me ocurre que la idea del grupo de transición funcionaría para todas las secretarías de Estado y otras dependencias oficiales. Me arrepiento. Con una basta. Las demás serían multiplicar la burocracia. Y no evitarían la inevitable regazón de tepache.
Empezamos a cantarle las Las golondrinas al sexenio.

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