jueves, 8 de diciembre de 2011

¿Hacia la narcopolítica?-- Adolfo Sánchez Rebolledo

No es creíble que una fuerza tan brutal y poderosa como el narcotráfico se mantenga ajena al mundo de la política, es decir, que no busque influir en los asuntos públicos, en beneficio exclusivo de sus intereses. De esa premisa partimos. Así ha ocurrido en otros países que nos llevan la delantera: las bandas usan los medios políticos pero no aspiran al poder en el sentido que lo hacen los partidos; carecen de cualquier interés que no sea obtener manos libres, impunidad para sus negocios. Saben comprar, intimidar, imponer, pero no están interesados en gobernar. Presionan, condicionan, quieren protección, vía libre y, llegada la hora, también los capos y sus herederos desean un lugar en la sociedad, es decir, buscan reconocimiento social, aunque tengan las manos manchadas con los crímenes más horrendos. Al igual que los terroristas, usan la violencia extrema, siembran el miedo, paralizan a la gente, pero a diferencia de éstos, no son fanáticos de una idea ni mueren por una moral religiosa. Los mueve el dinero proveniente de una mercancía ilícita que goza de muy buenos mercados globales. De ellos obtienen inconmensurables ganancias que, una vez lavadas, pasan al torrente circulatorio de la economía mundial, razón por la cual cada vez más los cárteles se articulan como empresas altamente productivas con tentáculos en todo el orbe, aunque, debido a su propio poder, sus rostros sean invisibles, inidentificables una vez saneados como parte del capital financiero. A querer o no están en la res publica, aunque la influencia y su modo de estar difieran en distintos países.

Sobre el terreno, en México al menos, aún priva la ley de la selva, la competencia más brutal por los territorios, las rutas y las plazas. Hay muchas explicaciones al respecto, pero es obvio que aunque el objetivo principal de las bandas son los consumidores de Estados Unidos, el mercado interno no es despreciable, pues no solamente abarca la venta de las drogas. Miles y miles de personas son arrastradas al servicio de los cárteles como sicarios, mulas, técnicos o empleados, pero otras muchas son las víctimas directas o indirectas, la mayoría sin nombre, de la guerra emprendida para someterlos. Esa es la gran tragedia nacional que pesa sobre el horizonte del país, de la nación. Más allá del dolor de las familias, si eso es posible, la catástrofe estriba en la anulación, por así decirlo, de una generación de jóvenes que o bien se suma a la locura de la delincuencia o se va del país o se hunde a la espera de la oportunidad que no tocará sus puertas, no al menos mientras la economía y la distribución del ingreso favorezcan a unos cuantos y la política sea el juego frívolo de la lotería sexenal.

La trama del narcotráfico, es verdad, no se tejió en un día, pero la guerra lanzada como recurso final tampoco ha sido capaz de reducir la violencia, de impartir justicia o de fortalecer el tejido social roto por la desigualdad a la que nos reduce, con crisis o sin ella, un modelo de capitalismo de suyo excluyente y deshumanizado. Toca al Estado combatir a la delincuencia, imponer la ley, proteger a la ciudadanía, darle seguridad, para que viva sin ser arrastrada a la vorágine impuesta por la lógica de la delincuencia. Esa es la función de la autoridad en un país de leyes, pero aquí, hay que decirlo, el ascenso de la criminalidad no se explica sin la previa connivencia originaria de funcionarios e instituciones de seguridad y justicia, aunque el acrecentamiento del problema indica que la estrategia oficial diseñada para romper el esquema ya hizo agua. Eso es lo que dio a entender el presidente Calderón al denunciar la intromisión del crimen organizado en los comicios y exigir a la sociedad y los partidos que reaccionen. Pero las palabras del Presidente dan cuenta de una actitud que de palabra apunta a aislar el previsible intento de la narcopolítica de influir en el 2012, pero en los hechos inaugura una estrategia electoral cuyas consecuencias podrían ser tan funestas como la propia intromisión de la delincuencia en los comicios. Dicho de manera resumida: tras años de exigir unidad nacional frente a la delincuencia, el Presidente parece ahora inclinarse por la partidización del problema. No solamente pone en solfa la versión optimista de que vamos ganando, sino advierte de un peligro inminente contra la democracia y la seguridad nacional. Cae por su propio peso que en estas materias el Ejecutivo, que es el jefe nato de las fuerzas armadas, no puede improvisar. Nos debe una explicación objetiva sobre la situación, pues a la pregunta de a quién favorece la acción del narco, conforme al registro de Claudia Herrera y Georgina Saldierna en La Jornada, responde diciendo por lo pronto, ya sabemos a quién perjudica: perjudica al PAN, a sus mejores alcaldes, al mejor alcalde que hemos tenido y al pueblo. Textualmente aclara: “No me refiero sólo a Michoacán ni al caso finalmente de mi hermana –Luisa María Calderón, ex abanderada del PAN a la gubernatura de ese estado–, sea candidata o no. Me refiero a la amenaza que para la vida del país significa la presencia del crimen organizado…” Eso no es serio.

El Presidente acusa implícitamente a otros contendientes de complicidad con los delincuentes, cuya presencia tendría mayor peso mientras más cerrados fueran los resultados electorales. Él sabe, ciertamente, cuál es el peso de una minoría de votos reclutados a última hora para decidir el curso legal de una votación, así se trate de intereses espurios en busca de influencias, pero insistir en que el gran perjudicado es su propio partido, el PAN, sólo se entiende en el ánimo de construir un alegato electoral que haga del asunto de la delincuencia una causa nacional, como si durante estos años no lo hubiera sido. Sólo en esa perspectiva el jefe del Estado puede decir en la tribuna: Yo como presidente no puedo quedarme callado ante eso; he sido prudente, he tratado de ser sensato, pero no puedo quedarme callado ante algo tan grave que ocurre y le digo, le pido y le exijo al PAN que tampoco se quede callado, según recoge La Jornada.

Calderón está tentado por los mismo fantasmas que llevaron a Fox a meter las manos para impedir su derrota en las presidenciales de 2006. Pero está jugando con fuego. Y el peligro es inmenso.

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