El precio de la gasolina, el gasoil y el gas para los vehículos es en Bolivia casi un tercio menor que en los países vecinos. Por supuesto, ya que siempre ha existido en Bolivia el contrabando hormiga, el combustible boliviano pasaba ilegalmente a Chile, Perú y Brasil, a expensas de las finanzas estatales. El gobierno de La Paz decidió entonces acabar con ese contrabando poniendo los precios de los combustibles al nivel de los países vecinos. El precio será el mejor aduanero, declaró el vicepresidente Álvaro García Linera, en una brevísima conferencia de prensa en la que anunció aumentos que van de 73 a 83 por ciento, nada menos que en vísperas del fin de año y cuando Evo Morales estaba en Venezuela en misión solidaria con los afectados por las inundaciones.
La motivación de esta medida económica es justa ya que el contrabando lleva a bolsillos privados fondos que podrían servir al Estado para el desarrollo o el combate a la pobreza. Pero no basta con tener razón: es necesario también tener en cuenta la necesidad política de aislar a quienes hasta ahora se beneficiaban con el contrabando y de compensar a los que pagarán el aumento bajo la forma de nuevas tarifas de transporte, de aumentos en los fletes que repercutirán inevitablemente sobre los precios de los productos de primera necesidad o sobre los insumos para la producción de campesinos y artesanos. Poner los precios al nivel de los países vecinos sin colocar previamente los salarios en la misma condición equivale, en cualquier país, a rebajar los ingresos y provocar una fuerte protesta social.
Pues eso es lo que sucedió. De inmediato, el transporte público se paralizó y diversos sindicatos cuyas direcciones critican al gobierno por la izquierda o por la ultraizquierda apoyaron la huelga de los transportistas y lanzaron una campaña por aumentos de salarios. La torpeza con que fue preparada y anunciada la drástica medida de aumentos en los combustibles, sin una campaña previa de explicación sobre su necesidad y sin acompañarla con medidas compensatorias, agravó la relación del gobierno con vastos sectores urbanos o semiurbanos, que ya había aparecido en las recientes elecciones en las que el partido gubernamental, el MAS, a pesar de su triunfo, casi pierde en El Alto y fue derrotado en La Paz y en bastiones como Achacachi. Ahora bien, esa burguesía pequeña, indígena o mestiza, y las clases medias pobres son, precisamente, el sujeto político con el cual el vicepresidente ve la constitución de un bloque social con eje en los campesinos indígenas para construir un tipo de capitalismo popular.
Evo Morales volvió de inmediato a Bolivia. Dio subsidios a los productores de trigo y otros cereales para compensar el aumento de los insumos y de los fletes, concedió un aumento general de salarios de 20 por ciento, declaró que si él fuese sindicalista y no presidente habría reaccionado como lo hicieron los transportistas y la Central Obrera Boliviana (desautorizando así de paso las acusaciones a los huelguistas de tener motivaciones políticas reaccionarias). Pero el daño ya está hecho. El autoritarismo, el decisionismo verticalista y burocrático que se reflejaron en la forma en que se trató de imponer este aumento de los combustibles, asestaron un duro golpe al prestigio del gobierno en las ciudades y podrían dar nuevo aliento a una oposición que vivía en abierta crisis.
Es cierto que los indígenas y campesinos no tienen auto, pero pagan el transporte de lo que venden y consumen. Y sobre todo esperan que se les consulte, se les escuche, se les tenga en cuenta.
La inoportunidad de la medida –con Evo dando ayuda a Venezuela mientras se rebajaban los ingresos de los bolivianos–, la brutalidad de la misma, la despreocupación por cómo la vería la gente común, son indicios preocupantes porque demuestran que los dirigentes más importantes del gobierno no son enteramente capaces de leer la crítica implícita en los resultados de las elecciones pasadas o las explícitas de muchos que, apoyando fuertemente el proceso de cambio, buscan corregir errores en el mismo o previenen sobe lo que consideran que podría ser peligroso. El mal ejemplo decisionista de Cuba, que presenta a la población decisiones ya adoptadas sin discusión alguna, o el verticalismo venezolano son particularmente dañinos en Bolivia, que tiene una sociedad mucho más plural, regionalismos, tradiciones muy vivas de rechazo popular de las medidas estatales, la mayor politización del continente y, no por casualidad, las expresiones más avanzadas de la cultura política insurgente de América Latina, con las tesis de Pulacayo que cimentaron el pacto minero-estudiantil; con los aportes de René Zavaleta Mercado sobre las experiencias bolivianas de doble poder, y con los actuales del grupo Comuna, del cual forma parte destacada el propio vicepresidente García Linera.
El gobierno no es el Estado, pues éste está construido en Bolivia sobre la base de los movimientos sociales y de la participación indígena y campesina organizada. El prestigio de Evo Morales no es transferible a otros ni permite hacer cualquier cosa, en primer lugar, porque fue conquistado en años muy decisivos, pero recientes, en disputa con otros líderes de la Confederación Campesina y, en el campo indígena, con el regionalismo aymara excluyente de Felipe Quispe, y debe ser reconquistado día a día dadas las diferencias que existen en el sector popular, donde el gobierno enfrenta ahora la oposición de sectores de izquierda que antes eran sus aliados, como el Movimiento Sin Miedo que controla la alcaldía de La Paz. La visión tecnocrática del Ministerio de Hacienda, preocupado por hacer cuadrar las cuentas sin fijarse en todo lo demás y la visión industrialista-desarrollista, que refuerza el papel de los técnicos y del decisionismo gubernamental, están detrás de este traspié político. Evo lo podrá superar, pero tendrá que tener en cuenta la advertencia de sus bases de apoyo.
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