La Suprema Corte de Justicia de la Nación acaba de resolver según derecho el caso de las indígenas ñañús de Querétaro injustamente presas con acusaciones y pruebas” fabricadas. Es de esperar que esa sensatez y el apego a la ley se repitan en el caso de los presos políticos de Atenco, condenados prácticamente a cadena perpetua por un fallo aberrante dictado por el odio político y de clase y por la voluntad evidente de aterrorizar a los disidentes políticos y a los movimientos sociales.
Anular ese fallo, dictado en un verdadero clima de linchamiento de los dirigentes campesinos en la televisión y en la casi totalidad de los medios de información, reduciría parcialmente el impacto nacional e internacional de la brutal represión que sufrieron los de Atenco. Aunque el daño grave a la justicia mexicana ya está hecho, pues el mundo todo fue testigo de las palizas, y conoció las torturas, las violaciones de las detenidas, y toda la brutal represión –con el saldo de una muerte y cientos de presos– a trabajadores y estudiantes cuyo verdadero “crimen” consistió en haber impedido la usurpación y el despojo de sus tierras para que unos pocos pudieran hacer un gran negociado con la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México, una tardía reparación judicial serviría al menos para dejar asentados los principios y las garantías legales en un momento en que la militarización del país y los miles de muertes violentas en la mayor parte del territorio nacional agravan la crisis económica, porque fomentan la impresión internacional de que México es un país sin ley ni Estado.
La corrección por el órgano supremo del Poder Judicial de las aberraciones cometidas por el poder represivo mexiquense por orden directa del gobernador Enrique Peña Nieto sería por lo tanto una señal importante de que no todos los organismos estatales son cómplices de la corrupción, el matonismo y la violencia criminal.
Sobre todo cuando el gobierno de Ulises Ruiz, en Oaxaca, aparece implicado en una nueva represión sangrienta y está cubriendo a una banda de asesinos que emboscó, causándole muertos y heridos, a una caravana de observadores sociales oaxaqueños y defensores internacionales de los derechos humanos para tratar de ahogar en sangre la autonomía de los valientes pobladores triquis de San Juan Copala.
Como Peña Nieto en su momento, un gobernador priísta cubre la violencia salvaje con fines político-electorales sumando así el terrorismo de Estado al terrorismo desatado de los narcotraficantes. El más elemental respeto a los derechos democráticos y constitucionales debería conducir a todo aquel que no desee la instalación de un poder ilegal de “señores de la guerra” locales a tratar de reconstruir un clima de legalidad en el país. Y, por consiguiente, a liberar a las víctimas de la ilegalidad policial y estatal y de fallos aberrantes y a condenar a los mandantes y cómplices de atrocidades, como las que se cometieron con los campesinos en Atenco o se acaban de cometer contra los miembros de la APPO, de la sección 22 del SNTE, de Cactus, de Vocal y de diversos grupos de defensores de los derechos humanos emboscados cerca de San Juan Copala por los sicarios de Ubisort, una organización triqui del PRI respaldada por el gobernador Ulises Ruiz.
La crisis mundial –el “simple catarrito”– prosigue y proseguirá. El racismo antimexicano en Estados Unidos, más la desocupación obturan la válvula de escape de la emigración y reducen constantemente las remesas de los emigrantes mientras la crisis reduce también el turismo y el consumo de petróleo por la maltrecha industria estadunidense. Si al narcotráfico, que envuelve a centenares de miles de campesinos y de jóvenes que no encuentran otro camino, se le agrega la violencia caciquil priísta, la pendiente resbaladiza por la que México se desliza hacia el desastre se hará aún más peligrosa. Urge la reconstrucción de una base mínima para la convivencia democrática y para la lenta conquista de un estado de derecho.
Por eso el fallo de la Suprema Corte en favor de las víctimas de la represión en Atenco que siguen aún en condiciones de verdaderos rehenes del poder ciego y arbitrario va mucho más allá del caso mismo. Un fallo liberatorio para Ignacio del Valle y sus compañeros podría actuar como valla para un ulterior deterioro de la vida política y social en todo el país y para el total descreimiento respecto al Estado y a la legalidad de la mayoría de la población que es continuamente ofendida, ultrajada, reprimida y ve sus derechos negados o desconocidos por los poderosos que la oprimen y explotan. Corresponde a la Suprema Corte de Justicia desmentir al Martín Fierro que, partiendo de la experiencia campesina, sostiene que “la ley es como el cuchillo /no ofende a quien lo maneja”, y restablecer, al menos en parte, un marco de legalidad que tenga en cuenta las conquistas democráticas de la Revolución Mexicana y la presión de la parte democrática de la sociedad civil.
Señores jueces: ¡liberen a los de Atenco! ¡Paren a los Peña Nieto y Ulises Ruiz mientras hay tiempo!
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